jueves, 7 de diciembre de 2006

ESPAÑA EN EL CORAZÓN

COMO ERA FEDERICO
Un largo viaje por mar de dos meses me devolvió a Chile en 1932. Ahí publiqué El hondero entusiasta, que andaba extraviado en mis papeles, y Residencia en la tierra, que había escrito en Oriente. En 1933 me designaron cónsul de Chile en Buenos Aires, donde llegué en el mes de agosto.
Casi al mismo tiempo llegó a esa ciudad Federico García Lorca, para dirigir y estrenar su tragedia teatral Bodas de sangre, en la compañía de Lola Membrives. Aún no nos conocíamos, pero nos conocimos en Buenos Aires y muchas veces fuimos festejados juntos por escritores y amigos. Por cierto que no faltaron las incidencias. Federico tenía contradictores. A mí también me pasaba y me sigue pasando lo mismo. Estos contradictores se sienten estimulados y quieren apagar la luz para que a uno no lo vean. Así sucedió aquella vez. Como había interés en asistir al banquete que nos ofrecía el Pen Club en el Hotel Plaza, a Federico y a mí, alguien hizo funcionar los teléfonos todo el día para notificar que el homenaje se había suspendido. Y fueron tan acuciosos que llamaron incluso al director del hotel, a la telefonista y al cocinero—jefe para que no recibieran adhesiones ni prepararan la comida. Pero se desbarató la maniobra y al fin estuvimos reunidos Federico García Lorca y yo, entre cien escritores argentinos.
Dimos una gran sorpresa. Habíamos preparado un discurso a alimón. Ustedes probablemente no saben lo que significa esa palabra y yo tampoco lo sabía. Federico, que estaba siempre lleno de invenciones y ocurrencias, me explicó:
"Dos toreros pueden torear al mismo tiempo el mismo toro y con un único capote. Esta es una de las pruebas más peligrosas del arte taurino. Por eso se ve muy pocas veces. No más de dos o tres veces en un siglo y sólo pueden hacerlo dos toreros que sean hermanos o que, por lo menos, tengan sangre común. Esto es lo que se llama torear al alimón. Y esto es lo que haremos en un discurso."
Y esto es lo que hicimos, pero nadie lo sabía. Cuando nos levantamos para agradecer al presidente del Pen Club el ofrecimiento del banquete, nos levantamos al mismo tiempo, cual dos toreros, para un solo discurso. Como la comida era en mesitas separadas, Federico estaba en una punta y yo en la otra, de modo que la gente por un lado me tiraba a mí de la chaqueta para que me sentara creyendo en una equivocación, y por el otro hacían lo mismo con Federico. Empezamos, pues, a hablar al mismo tiempo diciendo yo "Señoras" y continuando él con "Señores", entrelazando hasta el fin nuestras frases de manera que pareció una sola unidad hasta que dejamos de hablar. Aquel discurso fue dedicado a Rubén Darío, porque tanto García Lorca como yo, sin que se nos pudiera sospechar de modernistas, celebrábamos a Rubén Darío como uno de los grandes creadores del lenguaje poético en el idioma español.
He aquí el texto del discurso:
NERUDA: Señoras...
LORCA: ...y señores: Existe en la fiesta de los toros una suerte llamada "toreo del alimón", en que dos toreros hurtan su cuerpo al toro cogidos de la misma capa.
NERUDA: Federico y yo, amarrados por un alambre eléctrico, vamos a parear y a responder esta recepción muy decisiva.
LORCA: Es costumbre en estas reuniones que los poetas muestren su palabra viva, plata o madera, y saluden con su voz propia a sus compañeros y amigos.
NERUDA: Pero nosotros vamos a establecer entre vosotros un muerto, un comensal viudo, oscuro en las tinieblas de una muerte más grande que otras muertes, viudo de la vida, de quien fuera en su hora marido deslumbrante, nos vamos a esconder bajo su sombra ardiendo, vamos a repetir su nombre hasta que su poder salte del olvido.
LORCA: Nosotros vamos, después de enviar nuestro abrazo con ternura de pingüino al delicado poeta Amado Villar, vamos a lanzar un gran nombre sobre el mantel, en la seguridad de que se han de romper las copas, han de saltar los tenedores, buscando el ojo que ellos ansían, y un golpe de mar ha de manchar los manteles. Nosotros vamos a nombrar al poeta de América y de España: Rubén...
NERUDA: Darío. Porque, señoras...
LORCA: y señores...
NERUDA: ¿Dónde está, en Buenos Aires, la plaza de Rubén Darío?
LORCA: ¿Dónde está la estatua de Rubén Darío?
NERUDA: El amaba los parques. ¿Dónde está el parque Rubén Darío?
LORCA: ¿Dónde está la tienda de rosas de Rubén Darío?
NERUDA: ¿Dónde está el manzano y las manzanas de Rubén Darío?
LORCA: ¿Dónde está la mano cortada de Rubén Darío?
NERUDA: ¿Dónde está el aceite, la resina, el cisne de Rubén Darío?
LORCA: Rubén Darío duerme en su "Nicaragua natal" bajo su espantoso león de marmolina, como esos leones que los ricos ponen en los portales de sus casas.
NERUDA: Un león de botica al fundador de leones, un león sin estrellas a quien dedicaba estrellas.
LORCA: Dio el rumor de la selva con un adjetivo, y como fray Luis de Granada, jefe de idiomas, hizo signos estelares con el limón, y la pata de ciervo, y los moluscos llenos de terror e infinito: nos puso al mar con fragatas y sombras en las niñas de nuestros ojos y construyó un enorme paseo de gin sobre la tarde más gris que ha tenido el cielo, y saludó de tú a tú el ábrego oscuro, todo pecho, como un poeta romántico, y puso la mano sobre el capitel corintio con una duda irónica y triste de todas las épocas.
NERUDA: Merece su nombre rojo recordarlo en sus direcciones esenciales con sus terribles dolores del corazón, su incertidumbre incandescente, su descenso a los espirales del infierno, su subida a los castillos de la fama, sus atributos de poeta grande, desde entonces y para siempre e imprescindible.
LORCA: Como poeta español enseñó en España a los viejos maestros y a los niños, con un sentido de universalidad y de generosidad que hace falta en los poetas actuales. Enseñó a ValleInclán y a Juan Ramón Jiménez, y a los hermanos Machado, y su voz fue agua y salitre, en el surco del venerable idioma. Desde Rodrigo Caro a los Argensolas o don Juan Arguijo no había tenido el español fiestas de palabras, choques de consonantes, luces y forma como en Rubén Darío. Desde el paisaje de Velázquez y la hoguera de Goya y desde la melancolía de Quevedo al culto color manzana de las payesas mallorquinas, Darío paseó la tierra de España como su propia tierra.
NERUDA: Lo trajo a Chile, una marea, el mar caliente del Norte, y lo dejó allí el mar, abandonado en costa dura y dentada, y el océano lo golpeaba con espumas y campanas, y el viento negro de Valparaíso lo llenaba de sal sonora. Hagamos esta noche su estatua con el aire atravesada por el humo y la voz y por las circunstancias, y por la vida, como ésta su poética magnífica, atravesada por sueños y sonidos.
LORCA: Pero sobre esta estatua de aire yo quiero poner su sangre como un ramo de coral agitado por la marea, sus nervios idénticos a la fotografía de un grupo de rayos, su cabeza de minotauro, donde la nieve gongorina es pintada por un vuelo de colibríes, sus ojos vagos y ausentes de millonario de lágrimas, y también sus defectos. Las estanterías comidas ya por losjaramagos, donde suenan vacíos de flauta, las botellas de coñac de su dramática embriaguez, y su mal gusto encantador, y sus ripios descarados que llenan de humanidad la muchedumbre de sus versos. Fuera de normas, formas y espuelas queda en pie la fecunda sustancia de su gran poesía.
NERUDA: Federico García Lorca, español, y yo, chileno, declinamos la responsabilidad de esta noche de camaradas, hacia esa gran sombra que cantó más altamente que nosotros, y saludó con voz inusitada a la tierra argentina que posamos.
LORCA: Pablo Neruda, chileno, y yo, español, coincidimos en el idioma y en el gran poeta nicaragüense, argentino, chileno y español, Rubén Darío.
NERUDA y LORCA: Por cuyo homenaje y gloria levantamos nuestro vaso.
Recuerdo que una vez recibí de Federico un apoyo inesperado en una aventura erótico—cósmica. Habíamos sido invitados una noche por un millonario de esos que sólo la Argentina o los Estados Unidos podía producir. Se trataba de un hombre rebelde y autodidacta que había hecho una fortuna fabulosa con un periódico sensacionalista. Su casa, rodeada por un inmenso parque, era la encarnación de los sueños de un vibrante nuevo rico. Centenares de jaulas de faisanes de todos los colores y de todos los países orillaban e camino. La biblioteca estaba cubierta sólo de libros antiquísimos que compraba por cable en las subastas de bibliógrafos europeos, y además era extensa y estaba repleta. Pero lo más espectacular era que el piso de esta enorme sala de lectura se revestía totalmente con pieles de pantera cosidas unas a otras hasta formar un solo y gigantesco tapiz. Supe que el hombre tenía agentes en Africa, en Asia y en el Amazonas destinados exclusivamente a recolectar pellejos de leopardos, ozelotes, gatos fenomenales, cuyos lunares estaban ahora brillando bajo mis pies en la fastuosa biblioteca.
Así eran las cosas en la casa del famoso Natalio Botana, capitalista poderoso, dominador de la opinión pública en Buenos Aires. Federico y yo nos sentamos a la mesa cerca del dueño de casa y frente a una poetisa alta, rubia y vaporosa, que dirigió sus ojos verdes más a mí que a Federico durante la comida. Esta consistía en un buey entero llevado a las brasas mismas y a la ceniza en una colosal angarilla que portaban sobre los hombros ocho o diez gauchos. La noche era rabiosamente azul y estrellada. El perfume del asado con cuero, invención sublime de los argentinos, se mezclaba al aire de la pampa, a las fragancias del trébol y la menta, al murmullo de miles de grillos y renacuajos.
Nos levantamos después de comer, junto con la poetisa y con Federico que todo lo celebraba y todo lo reía. Nos alejamos hacia la piscina iluminada. García Lorca iba delante y no dejaba de reír y de hablar. Estaba feliz. Esa era su costumbre. La felicidad era su piel.
Dominando la piscina luminosa se levantaba una alta torre. Su blancura de cal fosforecía bajo las luces nocturnas.
Subimos lentamente hasta el mirador más alto de la torre. Arriba los tres, poetas de diferentes estilos, nos quedamos separados del mundo. El ojo azul de la piscina brillaba desde abajo. Más lejos se oían las guitarras y las canciones de la fiesta. La noche, encima de nosotros, estaba tan cercana y estrellada que parecía atrapar nuestras cabezas, sumergirlas en su profundidad.
Tomé en mis brazos a la muchacha alta y dorada y, al besarla, me di cuenta de que era una mujer carnal y compacta, hecha y derecha. Ante la sorpresa de Federico nos tendimos en el suelo del mirador, y ya comenzaba yo a desvestirla, cuando advertí sobre y cerca de nosotros los ojos desmesurados de Federico, que nos miraba sin atreverse a creer lo que estaba pasando.
—¡Largo de aquí! ¡Ándate y cuida de que no suba nadie por la escalera! —le grité.
Mientras el sacrificio al cielo estrellado y a Afrodita nocturna se consumaba en lo alto de la torre, Federico corrió alegremente a cumplir su misión de Celestino y centinela, pero con tal apresuramiento y tan mala fortuna que rodó por los escalones oscuros de la torre. Tuvimos que auxiliarlo mi amiga y yo, con muchas dificultades. La cojera le duró quince días.
MIGUEL HERNÁNDEZ No permanecí mucho tiempo en el consulado de Buenos Aires. Al comenzar 1934 fui trasladado con el mismo cargo a Barcelona. Don Tulio Maqueira era mi jefe, es decir, cónsul general de Chile en España. Fue, por cierto, el más cumplido funcionario del servicio consular chileno que he conocido. Un hombre muy severo, con fama de huraño, que conmigo fue extraordinariamente bondadoso, comprensivo y cordial.
Descubrió rápidamente don Tulio Maqueira que yo restaba y multiplicaba con grandes tropiezos, y que no sabía dividir (nunca he podido aprenderlo). Entonces me dijo:
—Pablo, usted debe vivir en Madrid. Allá está la poesía. Aquí en Barcelona están esas terribles multiplicaciones y divisiones que no lo quieren a usted. Yo me basto para eso.
Al llegar a Madrid, convertido de la noche a la mañana y por arte de birlibirloque en cónsul chileno en la capital de España, conocí a todos los amigos de García Lorca y de Alberti. Eran muchos. A los pocos días yo era uno más entre los poetas españoles. Naturalmente que españoles y americanos somos diferentes. Diferencia que se lleva siempre con orgullo o con error por unos o por otros.
Los españoles de mi generación eran más fraternales, más solidarios y más alegres que mis compañeros de América Latina. Comprobé al mismo tiempo que nosotros éramos más universales, más metidos en otros lenguajes y otras culturas. Eran muy pocos entre ellos los que hablaban otro idioma fuera del castellano. Cuando vinieron Desnos y Crevel a Madrid, tuve yo que servirles de intérprete para que se entendieran con los escritores españoles.
Uno de los amigos de Federico y Rafael era el joven poeta Miguel Hernández. Yo lo conocí cuando llegaba de alpargatas y pantalón campesino de pana desde sus tierras de Orihuela, en donde había sido pastor de cabras. Yo publiqué sus versos en mi revista Caballo Verde y me entusiasmaba el destello y el brío de su abundante poesía.
Miguel era tan campesino que llevaba un aura de tierra en torno a él. Tenía una cara de terrón o de papa que se saca de entre las raíces y que conserva frescura subterránea. Vivía y escribía en mi casa. Mi poesía americana, con otros horizontes y llanuras, lo impresionó y lo fue cambiando.
Me contaba cuentos terrestres de animales y pájaros. Era ese escritor salido de la naturaleza como una piedra intacta, con virginidad selvática y arrolladora fuerza vital. Me narraba cuan impresionante era poner los oídos sobre el vientre de las cabras dormidas. Así se escuchaba el ruido de la leche que llegaba a las ubres, el rumor secreto que nadie ha podido escuchar sino aquel poeta de cabras.
Otras veces me hablaba del canto de los ruiseñores. El Levante español, de donde provenía, estaba cargado de naranjos en flor y de ruiseñores. Como en mi país no existe ese pájaro, ese sublime cantor, el loco de Miguel quería darme la más viva expresión plástica de su poderío. Se encaramaba a un árbol de la calle y, desde las más altas ramas, silbaba o trinaba como sus amados pájaros natales.
Como no tenía de qué vivir le busqué un trabajo. Era duro encontrar trabajo para un poeta en España. Por fin un vizconde, alto funcionario del Ministerio de Relaciones, se interesó por el caso y me respondió que sí, que estaba de acuerdo, que había leído los versos de Miguel, que lo admiraba, y que éste indicara qué puesto deseaba para extenderle el nombramiento. Alborozado dije al poeta:
—Miguel Hernández, al fin tienes un destino. El vizconde te coloca. Serás un alto empleado. Dime qué trabajo deseas ejecutar para que decreten tu nombramiento.
Miguel se quedó pensativo. Su cara de grandes arrugas prematuras se cubrió con un velo de cavilaciones. Pasaron las horas y sólo por la tarde me contestó. Con ojos brillantes del que ha encontrado la solución de su vida, me dijo:
—¿No podría el vizconde encomendarme un rebaño de cabras por aquí cerca de Madrid?
El recuerdo de Miguel Hernández no puede escapárseme de las raíces del corazón. El canto de los ruiseñores levantinos, sus torres de sonido erigidas entre las oscuridad y los azahares, eran para él presencia obsesiva, y eran parte del material de su sangre, de su poesía terrenal y silvestre en la que se juntaban todos los excesos del color, del perfume y de la voz del Levante español, con la abundancia y la fragancia de una poderosa y masculina juventud.
Su rostro era el rostro de España. Cortado por la luz, arrugado como una sementera, con algo rotundo de pan y de tierra. Sus ojos quemantes, ardiendo dentro de esa superficie quemada y endurecida al viento, eran dos rayos de fuerza y de ternura.
Los elementos mismos de la poesía los vi salir de sus palabras, pero alterados ahora por una nueva magnitud, por un resplandor salvaje, por el milagro de la sangre vieja transformada en un hijo. En mis años de poeta, y de poeta errante, puedo afirmar que la vida no me ha dado contemplar un fenómeno igual de vocación y de eléctrica sabiduría verbal.
"CABALLO VERDE"
Con Federico y Alberti, que vivía cerca de mi casa en un ático sobre una arboleda, la arboleda perdida, con el escultor Alberto, panadero de Toledo que por entonces ya era maestro de la escultura abstracta, con Altolaguirre y Bergamín; con el gran poeta Luis Cemuda, con Vicen Aleixandre, poeta de dimensión ilimitada, con el arquitecto Luis Lacasa, con todos ellos en un solo grupo, o en varios, nos veíamos diariamente en casas y cafés.
De la Castellana o de la cervecería de Correos viajábamos hasta mi casa, la casa de las flores, en el barrio de Arguelles. Desde el segundo piso de uno de los grandes autobuses que mi compatriota, el gran Cotapos, llamaba bombardones", descendíamos en grupos bulliciosos a comer, beber y cantar. Recuerdo entre los jóvenes compañeros de poesía y alegría a Arturo Serrano Plaja, poeta; a José Caballero, pintor de deslumbrante talento y gracia; a Antonio Aparicio, que llegó de Andalucía directamente a mi casa; y a tantos otros que ya no están o que ya no son, pero cuya fraternidad me falta vivamente como parte de mi cuerpo o substancia de mi alma.
¡Aquel Madrid! Nos íbamos con Maruja Mallo, la pintora gallega, por los barrios bajos buscando las casas donde venden esparto y esteras, buscando las calles de los toneleros, de los cordeleros, de todas las materias secas de España, materias que trenzan y agarrotan su corazón. España es seca y pedregosa, y le pega el sol vertical sacando chispas de la llanura, construyendo castillos de luz con la polvareda. Los únicos verdaderos ríos de España son sus poetas; Quevedo con sus aguas verdes y profundas, de espuma negra; Calderón, con sus sílabas que cantan; los cristalinos Argensolas; Góngora, río de rubíes.
Vi a Valle—Inclán una sola vez. Muy delgado, con su interminable barba blanca, me pareció que salía de entre las hojas de sus propios libros, aprensado por ellas, con un color de página amarilla.
A Ramón Gómez de la Sema lo conocí en su cripta de Pombo, y luego lo vi en su casa. Nunca puedo olvidar la voz estentórea de Ramón, dirigiendo, desde su sitio en el café, la conversación y la risa, los pensamientos y el humo. Ramón Gómez de la Sema es para mí uno de los más grandes escritores de nuestra lengua, y su genio tiene de la abigarrada grandeza de Quevedo y Picasso. Cualquier página de Ramón Gómez de la Sema escudriña como un hurón en lo físico y en lo metafísico, en la verdad y en el espectro, y lo que sabe y ha escrito sobre España no lo ha dicho nadie sino él. Ha sido el acumulador de un universo secreto. Ha cambiado la sintaxis del idioma con sus propias manos, dejándolo impregnado con sus huellas digitales que nadie puede borrar.
A don Antonio Machado lo vi varias veces sentado en su café con su traje negro de notario, muy callado y discreto, dulce y severo como árbol viejo de España. Por cierto que el maldiciente Juan Ramón Jiménez, viejo niño diabólico de la poesía, decía de él, de don Antonio, que éste iba siempre lleno de cenizas y que en los bolsillos sólo guardaba colillas.
Juan Ramón Jiménez, poeta de gran esplendor, fue el encargado de hacerme conocer la legendaria envidia española. Este poeta que no necesitaba envidiar a nadie puesto que su obra es un gran resplandor que comienza con la oscuridad del siglo, vivía como un falso ermitaño, zahiriendo desde su escondite a cuanto creía que le daba sombra.
Los jóvenes García Lorca, Alberti, así como Jorge Guillén y Pedro Salinas—eran perseguidos tenazmente por Juan Ramón, un demonio barbudo que cada día lanzaba su saeta contra éste o aquél. Contra mí escribía todas las semanas en unos acaracolados comentarios que publicaba domingo a domingo en el diario El Sol. Pero yo opté por vivir y dejarlo vivir. Nunca contesté nada. No respondí —ni respondo—las agresiones literarias.
El poeta Manuel Altolaguirre, que tenía una imprenta y vocación de imprentero, llegó un día por mi casa y me contó que iba a publicar una hermosa revista de poesía, con la representación de lo más alto y lo mejor de España.
—Hay una sola persona que puede dirigirla —me dijo—. Y esa persona eres tú.
Yo había sido un épico inventor de revistas que pronto las dejé o me dejaron. En 1925 fundé una tal Caballo de Bastos. Era el tiempo en que escribíamos sin puntuación y descubríamos Dublín a través de las calles de Joyce. Humberto Díaz Casanueva usaba entonces un suéter con cuello de tortuga, gran audacia para un poeta de la época. Su poesía era bella e inmaculada, como ha seguido siéndolo per sécula. Rosamel del Valle se vestía enteramente de negro, de sombrero a zapatos, como debían vestirse los poetas. A estos dos compañeros próceres los recuerdo como colaboradores activos. Olvido a otros. Pero aquel galope de nuestro caballo sacudió la época.
—Sí, Manoli. Acepto la dirección de la revista. Manuel Altolaguirre era un impresor glorioso cuyas propias manos enriquecían las cajas con estupendos caracteres bodónicos. Manolito hacía honor a la poesía, con la suya y con sus manos de arcángel trabajador. El tradujo e imprimió con belleza singular el Adonais de Shelley, elegía a la muerte de John Keats. Imprimió también la Fábula del Genil, de Pedro Espinosa. Cuánto fulgor despedían las estrofas áureas y esmaltinas del poema en aquella majestuosa tipografía que destacaba las palabras como si estuvieran fundiéndose de nuevo en el crisol.
De mi Caballo Verde salieron a la calle cinco números primorosos, de indudable belleza. Me gustaba ver a Manolito, siempre lleno de risa y de sonrisa, levantar los tipos, colocarlos en las cajas y luego accionar con el pie la pequeña prensa tarjetera. A veces se llevaba los ejemplares de la edición en el coche—cuna de su hija Paloma. Los transeúntes lo piropeaban:
—¡Qué papá tan admirable! ¡Atravesar el endiablado tráfico con esa criatura!
La criatura era la Poesía que iba de viaje con su Caballo Verde. La revista publicó el primer nuevo poema de Miguel Hernández y, naturalmente, los de Federico, Cemuda, Aleixandre, Guillén (el bueno: el español). Juan Ramón Jiménez, neurótico, novecentista, seguía lanzándome dardos dominicales. A Rafael Alberti no le gustó el título:
—¿Por qué va a ser verde el caballo? Caballo Rojo, debería llamarse.
No le cambié el color. Pero Rafael y yo no nos peleamos por eso. Nunca nos peleamos por nada. Hay bastante sitio en el mundo para caballos y poetas de todos los colores del arco iris.
El sexto número de Caballo Verde se quedó en la calle Viriato sin compaginar ni coser. Estaba dedicado a Julio Herrera y Reissig —segundo Lautréamont de Montevideo—y los textos que en su homenaje escribieron los poetas españoles, se pasmaron ahí con su belleza, sin gestación ni destino. La revista debía aparecer el 19 de julio de 1936, pero aquel día se llenó de pólvora la calle. Un general desconocido, llamado Francisco Franco, se había rebelado contra la República en su guarnición de África.
EL CRIMEN FUE EN GRANADA
Justamente cuando escribo estas líneas, la España oficial celebra muchos —¡tantos!—años de insurrección cumplida. En este momento, en Madrid, el Caudillo vestido de oro y azul, rodeado por la guardia mora, junto al embajador norteamericano, al de Inglaterra y a varios más, pasa revista a las tropas. Unas tropas compuestas, en su mayoría, de muchachos que no conocieron aquella guerra.
Yo sí la conocí. ¡Un millón de españoles muertos! ¡Un millón de exilados! Parecería que jamás se borraría de la conciencia humana esa espina sangrante. Sin embargo, los muchachos que ahora desfilan frente a la guardia mora, ignoran tal vez la verdad de esa historia tremenda.
Todo empezó para mí la noche del 19 de julio de 1936. Un chileno simpático y aventurero, llamado Bobby Deglané, era empresario de catch—as—can en el gran circo Price de Madrid. Le manifesté mis reservas sobre la seriedad de ese "deporte", y él me convenció de que fuera al circo, junto con García Lorca, a verificar la autenticidad del espectáculo. Convencí a Federico y quedamos en encontrarnos allí a una hora convenida. Pasaríamos el rato viendo las truculencias del Troglodita Enmascarado, del Estrangulador Abisinio y del Orangután Siniestro.
Federico faltó a la cita. Ya iba camino de su muerte. Ya nunca más nos vimos. Su cita era con otros estranguladores. Y de ese modo la guerra de España, que cambió mi poesía, comenzó para mí con la desaparición de un poeta.
¡Qué poeta! Nunca he visto reunidos como en él la gracia y el genio, el corazón alado y la cascada cristalina. Federico García Lorca era el duende derrochador, la alegría centrífuga que recogía en su seno e irradiaba como un planeta la felicidad de vivir. Ingenuo y comediante, cósmico y provinciano, músico singular, espléndido mimo, espantadizo y supersticioso, radiante y gentil, era una especie de resumen de las edades de España, del florecimiento popular; un producto arábigo—andaluz que iluminaba y perfumaba como un jazminero toda la escena de aquella España, ¡ay de mí!, desaparecida.
A mí me seducía el gran poder metafórico de García Lorca y me interesaba todo cuanto escribía. Por su parte, él me pedía a veces que le leyera mis últimos poemas y, a media lectura, me interrumpía a voces: "¡No sigas, no sigas, que me influencias!".
En el teatro y en el silencio, en la multitud y en el decoro, era un multiplicador e la hermosura. Nunca vi un tipo con tanta magia en las manos, nunca tuve un hermano más alegre. Reía, cantaba, musicaba, saltaba, inventaba, chisporroteaba. Pobrecillo, tenía todos los dones del mundo, y así como fue un trabajador de oro, un abejón colmenar de la gran poesía, era un manirroto de su ingenio.
—Escucha —me decía, tomándome de un brazo—, ¿ves esa ventana? ¿No la hallas chorpatélica?
—¿Y qué significa chorpatélico?
—Yo tampoco lo sé, pero hay que darse cuenta de lo que es o no es chorpatélico. De otra manera uno está perdido. Mira ese perro, ¡qué chorpatélico es!
O me contaba que en un colegio de niños de corta edad, en Granada, le invitaron a una conmemoración del Quijote, y que cuando llegó a las aulas, todos los niños cantaron bajo la dirección de la directora:
Siempre siempre será celebrado desde el uno hasta el otro confín este libro que fue comentado por don F. Rodríguez Marín.
Una vez dicté yo una conferencia sobre García Lorca, años después de su muerte, y uno del público me preguntó:
¿Por qué dice usted en la "Oda a Federico" que por él "pintan de azul los hospitales"?
—Mire, compañero —le respondí—, hacerle preguntas de ese tipo a un poeta es como preguntarle la edad a las mujeres. La poesía no es una materia estática, sino una corriente fluida que muchas veces se escapa de las manos del propio creador. Su materia prima está hecha de elementos que son y al mismo tiempo no son, de cosas existentes e inexistentes. De todos modos, trataré de responderle con sinceridad. Para mí el color azul es el más bello de los colores. Tiene la implicación del espacio humano, como la bóveda celeste, hacia la libertad y la alegría. La presencia de Federico, su magia personal, imponían una atmósfera de júbilo a su alrededor. Mi verso probablemente quiere decir que incluso los hospitales, incluso la tristeza de los hospitales, podían transformarse bajo el hechizo de su influencia y verse convertidos de pronto en bellos edificios azules.
Federico tuvo un preconocimiento de su muerte. Una vez que volvía de una gira teatral me llamó para contarme un suceso muy extraño. Con los artistas de "La Barraca" había llegado a un lejanísimo pueblo de Castilla y acamparon en los aledaños. Fatigado por las preocupaciones del viaje, Federico no dormía. Al amanecer se levantó y salió a vagar solo por los alrededores. Ha cía frío, ese frío de cuchillo que Castilla tiene reservado al viajero, al intruso. La niebla se desprendía en masas blancas y todo lo convertía a su dimensión fantasmagórica.
Una gran verja de fierro oxidado. Estatuas y columnas rotas, caídas entre la hojarasca. En la puerta de un viejo dominio se detuvo. Era la entrada al extenso parque de una finca feudal. El abandono, la hora y el frío hacían la soledad más penetrante. Federico se sintió de pronto agobiado por lo que saldría de aquel amanecer, por algo confuso que allí tenía que suceder. Se sentó en un capitel caído.
Un cordero pequeñito llegó a ramonear las yerbas entre las ruinas y su aparición era como un pequeño ángel de niebla que humanizaba de pronto la soledad, cayendo como un pétalo de ternura sobre la soledad del paraje. El poeta se sintió acompañado.
De pronto, una piara de cerdos entró también al recinto. Eran cuatro o cinco bestias oscuras, cerdos negros semisalvajes con hambre cerril y pezuñas de piedra.
Federico presenció entonces una escena de espanto. Los cerdos se echaron sobre el cordero y junto al horror del poeta lo despedazaron y devoraron.
Esta escena de sangre y soledad hizo que Federico ordenara a su teatro ambulante continuar inmediatamente el camino.
Transido de horror todavía, tres meses antes de la guerra civil, Federico me contaba esta historia terrible.
Yo vi después, con mayor y mayor claridad, que aquel suceso fue la representación anticipada de su muerte, la premonición de su increíble tragedia.
Federico García Lorca no fue fusilado; fue asesinado. Naturalmente nadie podía pensar que le matarían alguna vez. De todos los poetas de España era el más amado, el más querido, y el más semejante a un niño por su maravillosa alegría. ¿Quién pudiera creer que hubiera sobre la tierra, y sobre su tierra, monstruos capaces de un crimen tan inexplicable?
La incidencia de aquel crimen fue para mí la más dolorosa de una larga lucha. Siempre fue España un campo de gladiadores; una tierra con mucha sangre. La plaza de toros, con su sacrificio y su elegancia cruel, repite, engalanada de farándula, el antiguo combate mortal entre la sombra y la luz.
La Inquisición encarcela a fray Luis de León; Quevedo padece en su calabozo; Colón camina con grillos en los pies. Y el gran espectáculo fue el osario en El Escorial, como ahora lo es el Monumento a los Caídos, con una cruz sobre un millón de muertos y sobre incontables y oscuras prisiones.
MI LIBRO SOBRE ESPAÑA
Pasó el tiempo. La guerra comenzaba a perderse. Los poetas acompañaron al pueblo español en su lucha. Federico ya había sido asesinado en Granada. Miguel Hernández, de pastor de cabras se había transformado en verbo militante. Con uniforme de soldado recitaba sus versos en primera línea de fuego. Manuel Altolaguirre seguía con sus imprentas. Instaló una en pleno frente del Este, cerca de Gerona, en un viejo monasterio. Allí se imprimió de manera singular mi libro España en el corazón. Creo que pocos libros, en la historia extraña de tantos libros, han tenido tan curiosa gestación y destino.
Los soldados del frente aprendieron a parar los tipos de imprenta. Pero entonces faltó el papel. Encontraron un viejo molino, y allí decidieron fabricarlo. Extraña mezcla la que se elaboró, entre las bombas que caían, en medio de la batalla. De todo le echaban al molino, desde una bandera del enemigo hasta la túnica ensangrentada de un soldado moro. A pesar de los insólitos materiales, y de la total inexperiencia de los fabricantes, el papel quedó muy hermoso. Los pocos ejemplares que de ese libro se conservan, asombran por la tipografía y por los pliegos de misteriosa manufactura. Años después vi un ejemplar de esta edición en Washington, en la biblioteca del Congreso, colocado en una vitrina como uno de los libros más raros de nuestro tiempo.
Apenas impreso y encuadernado mi libro, se precipitó la derrota de la República. Cientos de miles de hombres fugitivos repletaron las carreteras que salían de España. Era el éxodo de los españoles, el acontecimiento más doloroso en la historia de España.
Con esas filas que marchaban al destierro iban los sobrevivientes del ejército del Este, entre ellos Manuel Altolaguirre y los soldados que hicieron el papel e imprimieron España en el corazón. Mi libro era el orgullo de esos hombres que habían trabajado mi poesía en un desafío a la muerte. Supe que muchos habían preferido acarrear sacos con los ejemplares impresos antes que sus propios alimentos y ropas. Con los sacos al hombro emprendieron la larga marcha hacia Francia.
La inmensa columna que caminaba rumbo al destierro fue bombardeada cientos de veces. Cayeron muchos soldados y se desparramaron los libros en la carretera. Otros continuaron la inacabable huida. Más allá de la frontera trataron brutalmente a los españoles que llegaban al exilio. En una hoguera fueron inmolados los últimos ejemplares de aquel libro ardiente que nació y murió en plena batalla.
Miguel Hernández buscó refugio en la embajada de Chile, que durante la guerra había prestado asilo a la enorme cantidad de cuatro mil franquistas. El embajador en ese entonces, Carlos Moría Lynch, le negó el asilo al gran poeta, aun cuando se decía su amigo. Pocos días después lo detuvieron, lo encarcelaron. Murió de tuberculosis en su calabozo, tres años más tarde. El ruiseñor no soportó el cautiverio.
Mi unción consular había terminado. Por mi participación en la defensa de la República española, el gobierno de Chile decidió alejarme de mi cargo.
LA GUERRA Y PARÍS
Llegamos a París. Tomamos un departamento con Rafael Alberti y María Teresa León, su mujer, en el Quai de L'Horloge, un barrio quieto y maravilloso. Frente a nosotros veía el Pont Neuf, la estatua de Henri IV y los pescadores que colgaban de todas las orillas del Sena. Detrás de nosotros quedaba la plaza Dauphine, nervaliana, con olor a follaje y restaurant. Allí vivía el escritor francés Alejo Carpentier, uno de los hombres más neutrales que he conocido. No se atrevía a opinar sobre nada, ni siquiera sobre los nazis que ya se le echaban encima a París como lobos hambrientos.
Desde mi balcón, a la derecha, inclinándose hacia afuera, se alcanzaban a divisar los negros torreones de la Conciergerie. Su gran reloj dorado era para mí el límite final del barrio.
Yo tuve por suerte en Francia, y por muchos años, como mis mejores amigos a los dos mejores hombres de su literatura, Paúl Eluard y Aragón. Eran y son curiosos clásicos de desenfado, de una autenticidad vital que los sitúa en lo más sonoro del bosque de Francia. A la vez son inconmovibles y naturales participantes de la moral histórica. Pocos seres tan diferentes entre sí como estos dos. Disfruté el placer poético de perder muchas veces el tiempo con Paúl Eluard. Si los poetas contestaran de verdad a las encuestas largarían el secreto: no hay nada tan hermoso como perder el tiempo. Cada uno tiene su estilo para ese antiguo afán. Con Paúl no me daba cuenta del día ni de la noche que pasaba y nunca supe si tenía importancia o no lo que conversábamos. Aragón es una máquina electrónica de la inteligencia, del conocimiento, de la virulencia, de la velocidad elocuente. De la casa de Eluard siempre salí sonriendo sin saber de qué. De algunas horas con Aragón salgo agotado porque este diablo de hombre me ha obligado a pensar. Los dos han sido irresistibles y leales amigos míos y tal vez lo que más me gusta en ellos es su antagónica grandeza.
NANCY CUNARD
Decidimos con Nancy Cunard hacer una publicación de poesía que yo titulé Los Poetas del Mundo Defienden al Pueblo Español.
Nancy tenía una pequeña imprenta en su casa de campo, en la provincia francesa. No me acuerdo el nombre de la localidad, pero estaba lejos de París. Cuando llegamos a su casa era de noche, con luna. La nieve y la luna temblaban como una cortina alrededor de la finca. Yo, entusiasmado, salí de paseo. De regreso los copos de nieve se arremolinaron sobre mi cabeza con helada obstinación. Perdí completamente mi camino y anduve media hora a tientas en la blancura de la noche.
Nancy tenía experiencia de imprenta. Cuando había sido la amiga de Aragón publicó la traducción del Hunting of the snark hecha por Aragón y por ella. En verdad, este poema de Lewis Carroll es intraducible y creo que sólo en Góngora hallaríamos un trabajo semejante de mosaico loco.
Yo me puse por primera vez a parar tipos y creo que no ha habido nunca un cajista peor. Como las letras p las imprimía al revés, quedaban convertidas en d por mi torpeza tipográfica. Un verso en que aparecía dos veces la palabra párpados resultó convertido en dos veces dardapos. Por varios años Nancy me castigó llamándome de esa manera. "My dear Dardapo..., solía comenzar sus cartas desde Londres. Pero la publicación salió muy decorosa y alcanzamos a imprimir seis o siete entregas. Aparte de poetas militantes, como González Tuñón o Alberti, o algunos franceses, publicamos apasionados poemas de W. H. Auden, Spender, etcétera. Estos caballeros ingleses no sabrán nunca lo que sufrieron mis dedos perezosos componiendo sus versos.
De cuando en cuando llegaban de Inglaterra poetas dandys, amigos de Nancy, con flor blanca en el ojal, que también escribían poemas antifranquistas.
No ha habido en la historia intelectual una esencia tan fértil para los poetas como la guerra española. La sangre española ejerció un magnetismo que hizo temblar la poesía de una gran época.
No sé si la publicación tuvo éxito o no, porque por ese tiempo terminó mal la guerra de España y empezó mal otra nueva guerra mundial. Esta última, a pesar de su magnitud, a pesar de su crueldad inconmensurable, a pesar de su heroísmo derramado, no alcanzó nunca a embargar como la española el corazón colectivo de la poesía.
Poco después tendría que regresar de Europa a mi país. Nancy también viajaría pronto a Chile, acompañada por un torero que en Santiago dejó los toros y a Nancy Cunard para instalar una venta de salchichas y otros embutidos. Pero mi queridísima amiga, aquella snob de la más alta calidad, era invencible. En Chile tomó como amante a un poeta vagabundo y desaliñado, chileno de origen vasco, no desprovisto de talento, pero sí de dientes. Además, el nuevo predilecto de Nancy era borrachísimo y propinaba a la aristocrática inglesa frecuentes palizas nocturnas que la obligaban a aparecer en sociedad con grandes gafas oscuras.
En verdad, fue ella uno de los personajes quijotescos, crónicos, valientes y patéticos, más curiosos que yo he conocido. Heredera única de la Cunard Line, hija de Lady Cunard, Nancy escandalizó a Londres allá por el año 1930, escapándose con un negro, musicante de unos de los primeros jazz band importados por el hotel Savoy.
Cuando Lady Cunard encontró el lecho vacío de su hija y una carta de ella en que le comunicaba, orgullosamente, su negro destino, la noble señora se dirigió a su abogado y procedió a desheredarla. Así, pues, la que yo conocí, errante por el mundo, fue una preferida de la grandeza británica. A la tertulia de la madre asistía Gorges Moore (de quien se susurraba que era el verdadero padre de Nancy), Sir Thomas Beecham, el joven Aldous Huxley, y el que después fue duque de Windsor, entonces príncipe de Gales.
Nancy Cunard devolvió el golpe. En el diciembre del año en que fue excomulgada por su madre, toda la aristocracia inglesa recibió como regalo navideño un folleto de tapas rojas titulado "Negro man and white lady ship". No he visto nada más corrosivo. Alcanza a veces la malignidad de Swift.
Sus argumentos en defensa de los negros fueron como garrotazos en la cabeza de Lady Cunard y de la sociedad inglesa. Recuerdo que les decía, y cito de memoria, porque sus palabras eran más elocuentes:
"Si usted, blanca Señora, o más bien los suyos, hubieran sido secuestrados, golpeados y encadenados, por una tribu más poderosa y luego transportados lejos de Inglaterra para ser vendidos como esclavos, mostrados como ejemplos irrisorios de la fealdad humana, obligados a trabajar a latigazos y mal alimentados. ¿Qué habría subsistido de su raza? Los negros sufrieron éstas y muchas más violencias y crueldades. Después de siglos de sufrimiento, ellos, sin embargo, son los mejores y más elegantes atletas, y han creado una nueva música más universal que ninguna. ¿Podrían ustedes, blancos como lo es usted, haber salido victoriosos de tanta iniquidad? ¿Entonces, quiénes valen más?"
Y así por treinta páginas.
Nancy no pudo volver a residir en Inglaterra y desde ese momento abrazó la causa de la raza negra perseguida. Durante la invasión de Etiopía se fue a Addis Abeba. Luego llegó a los Estados Unidos para solidarizarse con los muchachos negros de Scottsboro acusados de infamias que no cometieron. Los jóvenes negros fueron condenados por la justicia racista norteamericana y Nancy Cunard fue expulsada por la policía democrática norteamericana.
En 1969 mi amiga Nancy Cunard moriría en París. En una crisis de su agonía bajó casi desnuda por el ascensor del hotel. Allí se desplomó y se cerraron para siempre sus bellos ojos celestes.
Pesaba treinta y cinco kilos cuando murió. Sólo era un esqueleto. Su cuerpo se había consumido en una larga batalla contra la injusticia en el mundo. No recibió más recompensa que una vida cada vez más solitaria y una muerte desamparada.
UN CONGRESO EN MADRID
La guerra de España iba de mal en peor, pero el espíritu de resistencia del pueblo español había contagiado al mundo entero. Ya combatían en España las brigadas de voluntarios internacionales. Yo los vi llegar a Madrid, todavía en 1936, ya uniformados. Era un gran grupo de gentes de diferentes edades, pelos y colores.
Ahora estábamos en París en 1937 y lo principal era preparar un congreso de escritores antifascistas de todas partes del mundo. Un congreso que se celebraría en Madrid. Fue allí donde comencé a conocer a Aragón. Lo que me sorprendió inicialmente en él fue su capacidad increíble de trabajo y organización. Dictaba todas las cartas, las corregía, las recordaba. No se le escapaba el más mínimo detalle. Cumplía largas horas seguidas de trabajo en nuestra pequeña oficina. Y luego, como es sabido, escribe extensos libros en prosa y su poesía es la más bella del idioma de Francia. Lo vi corregir pruebas de traducciones que había hecho de rusos e ingleses, y lo vi rehacerlas en el mismo papel de imprenta. Se trata, en verdad, de un hombre portentoso y yo comencé a darme cuenta de ello desde ese entonces.
Me había quedado sin el consulado y, en consecuencia, sin un centavo. Entré a trabajar, por cuatrocientos francos antiguos al mes, en una asociación de defensa de la cultura que dirigía Aragón. Delia del Carril, mi mujer de entonces y de tantos años, tuvo siempre fama de rica estanciera, pero lo cierto es que era más pobre que yo. Vivíamos en un hotelucho sospechoso en el que todo el primer piso se reservaba para las parejas ocasionales que entraban y salían. Comimos poco y mal durante algunos meses. Pero el congreso de escritores antifascistas era una realidad. De todas partes llegaban valiosas respuestas. Una de Yeats, poeta nacional de Irlanda. Otra de Selma Lagerlof, la gran escritora sueca. Los dos eran demasiado ancianos para viajar a una ciudad asediada y bombardeada como Madrid, pero ambos se adherían a la defensa de la República española.
Supe que en el Quai d' Orsay existía un informe sobre mi persona que decía más o menos lo siguiente: "Neruda y su mujer, Delia del Carril, hacen frecuentes viajes a España, llevando y trayendo instrucciones soviéticas. Las instrucciones las reciben del escritor ruso Uya Ehrenburg con el que también Neruda hace viajes clandestinos a España. Neruda, para establecer un contacto más privado con Ehrenburg, ha alquilado y se ha ido a vivir a un departamento situado en el mismo edificio que habita el escritor soviético".
Era una sarta de disparates. Jean Richard Bloch me dio una carta para un amigo suyo que era jefe importante en el Ministerio de Relaciones. Le expliqué al funcionario cómo se pretendía expulsarme de Francia sobre la base de garrafales suposiciones. Le dije que ardientemente deseaba conocer a Ehrenburg, pero que, por desgracia, hasta ese día no me había correspondido tal honor. El gran funcionario me miró con pena y me hizo la promesa de que harían una investigación verdadera. Pero nunca la hicieron y las absurdas acusaciones quedaban en pie.
Decidí entonces presentarme a Ehrenburg. Sabía que concurría diariamente a La Coupole, donde almorzaba a la rusa, es decir, al atardecer.
—Soy el poeta Pablo Neruda, de Chile —le dije—. Según la policía somos íntimos amigos. Afirman que yo vivo en el mismo edificio que usted. Como me van a echar por culpa suya de Francia, deseo por lo menos conocerlo de cerca y estrechar su mano.
No creo que Ehrenburg manifestara signos de sorpresa ante ningún fenómeno que ocurriera en el mundo. Sin embargo, vi salir de sus cejas hirsutas, por debajo de sus mechones coléricos y canosos, una mirada bastante parecida a la estupefacción.
—Yo también deseaba conocerlo a usted, Neruda —me dijo—. Me gusta su poesía. Por lo pronto, cómase esta choucrote a la aisaciana.
Desde ese instante nos hicimos grandes amigos. Me parece que aquel mismo día comenzó a traducir mi libro España en el corazón. Debo reconocer que, sin proponérselo, la policía francesa me procuró una de las más gratas amistades de mi vida, y me proporcionó también el más eminente de mis traductores a la lengua rusa.
Siempre me he considerado una persona de poca importancia, sobre todo para los asuntos prácticos y para las altas misiones. Por eso me quedé con la boca abierta cuando me llegó una orden bancaria. Procedía del gobierno español. Era una gran suma de dinero que cubría los gastos generales del congreso, incluyendo los viajes de delegados desde otros continentes. Docenas de escritores comenzaban a llegar a París.
Me desconcerté. ¿Qué podía hacer yo con el dinero? Opté por endosar los fondos a la organización que preparaba el congreso.
—Yo ni siquiera he visto el dinero que, por lo demás, sería incapaz de manejar —le dije a Rafael Alberti que en ese momento pasaba por París.
—Eres un gran tonto —me respondió Rafael—. Pierdes tu puesto de cónsul en aras de España, y andas con los zapatos rotos. Y no eres capaz de asignarte a ti mismo unos cuantos miles de francos por tu trabajo y para tus gastos elementales.
Me miré los zapatos y comprobé que efectivamente estaban rotos. Alberti me regaló un par de zapatos nuevos.
Dentro de algunas horas partiríamos hacia Madrid, con todos los delegados. Tanto Delia como Amparo González Tuñón, y yo mismo, nos vimos abrumados por el papeleo de los escritores que llegaban de todas partes. Las visas francesas de salida nos llenaban de problemas. Prácticamente nos apoderamos de la oficina policial de París donde se extendían esos requisitos que se llamaban cómicamente "recipisson". A veces nosotros mismos aplicábamos en los pasaportes ese supremo instrumento francés denominado "tampon". Entre noruegos, italianos, argentinos, llegó de México el poeta Octavio Paz, después de mil aventuras de viaje. En cierto modo me sentía orgulloso de haberlo traído. Había publicado un solo libro que yo había recibido hacía dos meses y que me pareció contener un germen verdadero. Entonces nadie lo conocía.
Con cara sombría llegó a verme mi viejo amigo César Vallejo. Estaba enojado porque no se le había dado pasaje a su mujer, insoportable para todos los demás. Rápidamente obtuve pasaje para ella. Se lo entregamos a Vallejo y él se fue tan sombrío como había llegado. Algo le pasaba y ese algo tardé algunos meses en descubrirlo.
La madre del cordero era lo siguiente: mi compatriota Vicente Huidobro había llegado a París para asistir al congreso. Huidobro y yo estábamos enemistados; no nos saludábamos. En cambio él era muy amigo de Vallejo y aprovechó esos días en París para llenarle la cabeza a mi ingenuo compañero de invenciones en contra mía. Todo se aclaró después en una conversación dramática que tuve con Vallejo.
Nunca había salido de París un tren tan lleno de escritores como aquél. Por los pasillos nos reconocíamos o nos desconocíamos. Algunos se fueron a dormir; otros fumaban interminablemente.
Para muchos España era el enigma y la revelación de aquella época de la historia.
Vallejo y Huidobro estaban en alguna parte del tren. André Mairaux se detuvo un momento a conversar conmigo, con sus tics faciales y su gabardina sobre los hombros. Esta vez viajaba solo. Antes siempre lo vi con el aviador Corton—Mogliniére, que fue el ejecutivo central de sus aventuras por los cielos de España: ciudades perdidas y descubiertas, o aporte primordial de aviones para la República.
Recuerdo que el tren se detuvo por largo tiempo en la frontera. Parece que a Huidobro se le había perdido una maleta. Como todo el mundo estaba ocupado o preocupado por la tardanza, nadie se hallaba en condiciones de hacerle caso. En mala hora llegó el poeta chileno, en la persecución de su valija, al andén donde estaba Mairaux, jefe de la expedición. Este, nervioso por naturaleza, y con aquel cúmulo de problemas a cuestas, había llegado al límite. Tal vez no conocía a Huidobro ni de nombre ni de vista. Cuando se le acercó a reclamarle la desaparición de su maleta, Mairaux perdió el pequeño resto de paciencia que le quedaba. Oí que le gritaba: "¿Hasta cuándo molesta usted a todo el mundo? ¡Váyase! Je vous emmerde!".
Presencié por azar este incidente que humillaba la vanidad del poeta chileno. Me hubiera gustado estar a mil kilómetros de allí en aquel instante. Pero la vida es antojadiza. Yo era la única persona a quien Huidobro detestaba en aquel tren. Y me tocaba a mí, chileno como él por añadidura, y no a cualquier otro de los cien escritores que viajaban, ser el exclusivo testigo de aquel suceso.
Cuando prosiguió el viaje, ya entrada la noche y rodando por tierras españolas, pensé en Huidobro, en su maleta y en el mal rato que había pasado. Le dije entonces a unos jóvenes escritores de una república centroamericana que se acercaron a mi cabina:
—Vayan a ver también a Huidobro que debe estar solo y deprimido.
Volvieron veinte minutos después, con caras festivas. Huidobro les había dicho: "No me hablen de la maleta perdida; eso no tiene importancia. Lo grave es que mientras las universidades de Chicago, de Berlín, de Copenhague, de Praga, me han otorgado títulos honoríficos, la pequeña universidad del pequeño país de ustedes es la única que persiste en ignorarme. Ni siquiera me han invitado a dictar una conferencia sobre el creacionismo".
Decididamente, mi compatriota y gran poeta no tenía remedio.
Por fin llegamos a Madrid. Mientras los visitantes recibían bienvenida y alojamiento, yo quise ver de nuevo mi casa que había dejado intacta hacía cerca de un año. Mis libros y mis cosas, todo había quedado en ella. Era un departamento en el edificio llamado "Casa de las Flores", a la entrada de la ciudad universitaria. Hasta sus límites llegaban las fuerzas avanzadas de Franco. Tanto que el bloque de departamentos había cambiado varias veces de mano.
Miguel Hernández, vestido de miliciano y con su fusil, consiguió una vagoneta destinada a acarrear mis libros y los enseres de mi casa que más me interesaban.
Subimos al quinto piso y abrimos con cierta emoción la puerta del departamento. La metralla había derribado ventanas y trozos de pared. Los libros se habían derrumbado de las estanterías. Era imposible orientarse entre los escombros. De todas maneras, busqué algunas cosas atropelladamente. Lo curioso era que las prendas más superfluas e inaprovechables habían desaparecido; se las habían llevado los soldados invasores o defensores. Mientras las ollas, la máquina de coser, los platos, se mostraban regados en desorden, pero sobrevivían, de mi frac consular, de mis máscaras de Polinesia, de mis cuchillos orientales, no quedaba ni rastro.
—La guerra es tan caprichosa como los sueños, Miguel. Miguel encontró por ahí, entre los papeles caídos, algunos originales de mis trabajos. Aquel desorden era una puerta final que se cerraba en mi vida. Le dije a Miguel:
—No quiero llevarme nada.
—¿Nada? ¿Ni siquiera un libro?
—Ni siquiera un libro —le respondí. Y regresamos con el furgón vacío.
LAS MÁSCARAS Y LA GUERRA
...Mi casa quedó entre los dos sectores... De un lado avanzaban moros e italianos... De acá avanzaban, retrocedían o separaban los defensores de Madrid... Por las paredes había entrado la artillería... Las ventanas se partieron en pedacitos... Restos de plomo encontré en el suelo, entre mis libros... Pero mis máscaras se habían ido... Mis máscaras recogidas en Siam, en Bali, en Sumatra, en el Archipiélago Malayo, en Bandoeng... Doradas, cenicientas, de color tomate, con cejas plateadas, azules, infernales, ensimismadas, mis máscaras eran el único recuerdo de aquel primer Oriente al que llegué solitario y que me recibió con su olor a té, a estiércol, a opio, a sudor, a jazmines intensos, a frangipán, a fruta podrida en las calles... Aquellas máscaras, recuerdo de las purísimas danas, de los bailes frente al templo... Gotas de madera coloreadas por los mitos, restos de aquella floral mitología que trazaba en el aire sueños, costumbres, demonios, misterios irreconciliables con mi naturaleza americana... Y entonces... Tal vez los milicianos se habían asomado a las ventanas de mi casa con las máscaras puestas, y habían asustado así a los moros, entre disparo y disparo... Muchas de ellas quedaron en astillas y sangrientas, allí mismo... Otras rodaron desde mi quinto piso, arrancadas por un disparo... Frente a ellas se habían establecido las avanzadas de Franco... Frente a ellas ululaba la horda analfabeta de los mercenarios... Desde mi casa treinta máscaras de dioses del Asia se alzaban en el último baile, el baile de la muerte... Era un momento de tregua... Las posiciones habían cambiado... Me senté mirando los despojos, las manchas de sangre en la estera... Y a través de las nuevas ventanas, a través de los huecos de la metralla... Miré hacia lejos, más allá de la ciudad universitaria, hacia las planicies, hacia los castillos antiguos... Me pareció vacía España... Me pareció que mis últimos invitados ya se habían ido para siempre... Con máscaras o sin máscaras, entre los disparos y las canciones de guerra, la loca alegría, la increíble defensa, la muerte o la vida, aquello había terminado para mí... Era el último silencio después de la fiesta... Después de la última fiesta... De alguna manera, con las máscaras que se fueron, con las máscaras que cayeron, con aquellos soldados que nunca invité, se había ido para mí España...

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