jueves, 7 de diciembre de 2006

"Confieso que he vivido"


En Confieso que he vivido, obra póstuma, publicada en España en 1974, el Poeta nos entrega una visión pormenorizada de su vida y de su obra, mirada con la sencillez que lo caracterizó como persona. No hay atisbos de vanagloria en estas páginas magníficas, cargadas de metáforas y de imágenes poéticas difíciles de hallar en otro.

NAVEGACIÓN CON REGRESO

UN CORDERO EN MI CASA
Tenía yo un pariente senador que, después de haber triunfado en unas nuevas elecciones, vino a pasar unos días en mi casa de Isla Negra. Así comienza la historia del cordero.
Sucede que sus más entusiastas electores acudieron a festejar al senador. En la primera tarde del festejo se asó un cordero a la manera del campo de Chile, con una gran fogata al aire libre y el cuerpo del animal ensartado en un asador de madera. A esto se le llama "asado al palo" y se celebra con mucho vino y quejumbrosas guitarras criollas.
Otro cordero quedó para la ceremonia del día siguiente. Mientras llegaba su destino, lo amarraron junto a mi ventana. Toda la noche gimió y lloró, baló y se quejó de su soledad. Partía el alma escuchar las modulaciones de aquel cordero. Al punto que decidí levantarme de madrugada y raptarlo.
Metido en un automóvil me lo llevé a ciento cincuenta kilómetros de allí, a mi casa de Santiago, donde no lo alcanzaran los cuchillos. Al no más entrar, se puso a ramonear vorazmente en lo más escogido de mi jardín. Le entusiasmaban los tulipanes y no respetó ninguno de ellos. Aunque por razones espinosas no se atrevió con los rosales, devoró en cambio los alelíes y los lirios con extraña fruición. No tuve mas remedio que amarrarlo otra vez. Y de inmediato se puso a balar, tratando visiblemente de conmoverme como antes. Yo me sentí desesperado.
Ahora va a entrecruzarse la historia de Juanito con la historia del cordero. Resulta que por aquel tiempo se había producido una huelga de campesinos en el sur. Los latifundistas de la región, que pagaban a sus inquilinos no más de veinte centavos de dólar al día, terminaron a palos y carcelazos con aquella huelga.
Un joven campesino experimentó tanto miedo que se subió a un tren sobre la marcha. El muchacho se llamaba Juanito, era muy católico y no sabía nada de las cosas de este mundo. Cuando pasó el colector del tren, revisando los pasajes, él respondió que no lo tenía, que se dirigía a Santiago, y que creía que los trenes eran para que la gente se subiera a ellos y viajara cuando lo necesitara. Trataron de desembarcarlo, naturalmente. Pero los pasajeros de tercera clase —gente del pueblo, siempre generosa—hicieron una colecta y pagaron entre todos el boleto.
Anduvo Juanito por calles y plazas de la capital con un atado de ropa debajo del brazo. Como no conocía a nadie, no quería hablar con nadie. En el campo se decía que en Santiago había más ladrones que habitantes y él temía que le sustrajeran la camisa y las alpargatas que llevaba debajo del brazo envueltas en un periódico. Por el día vagaba por las calles más frecuentadas, donde las gentes siempre tenían prisa y apartaban con un empellón a este Gaspar Hauser caído de otra estrella. Por las noches buscaba también los barrios más concurridos, pero éstos eran las avenidas de cabarets y de vida nocturna, y allí su presencia era más extraña aún, pálido pastor perdido entre los pecadores. Como no tenía un solo centavo, no podía comer, tanto así que un día se cayó al suelo, sin conocimiento.
Multitud de curiosos rodearon al hombre tendido en la calle. La puerta frente a la que cayó correspondía a un pequeño restaurant. Allí lo entraron y lo dejaron en el suelo. "Es el corazón", dijeron unos. "Es un síncope hepático", dijeron otros. Se acercó el dueño del restaurant, lo miró y dijo: "Es hambre". Apenas comió unos cuantos bocados aquel cadáver revivió. El patrón lo puso a lavar platos y le tomó gran afecto. Tenía razones para ello. Siempre sonriente, el joven campesino lavaba montañas de platos. Todo iba bien. Comía mucho más que en su campiña.
El maleficio de la ciudad se tejió de manera extraña para que se juntaran alguna vez en mi casa el pastor y el cordero.
Le entraron ganas al pastor de conocer la ciudad y enderezó sus pasos un poco más allá de las montañas de vajilla. Tomó con entusiasmo una calle, cruzó una plaza, y todo lo embelesaba. Pero, cuando quiso volver, ya no podía hacerlo. No había anotado la dirección porque no sabía escribir y buscó en vano la puerta hospitalaria que lo había recibido. Nunca más la encontró.
Un transeúnte le dijo, apiadado de su confusión, que debía dirigirse a mí, al poeta Pablo Neruda. No sé por qué le sugirieron esta idea. Probablemente porque en Chile se tiene por manía encargarme cuanta cosa peregrina le pasa por la cabeza a la gente, y a la vez echarme la culpa de todo cuanto ocurre. Son extrañas costumbres nacionales.
Lo cierto es—que el muchacho llegó a mi casa un día y se encontró con el animal cautivo. Hecho ya cargo de aquel cordero innecesario, un paso más y hacerme cargo de este pastor no fue difícil. Le asigné la tarea de cuidar que el cordero gourmet no devorara exclusivamente mis flores, sino que también, de cuando en cuando, saciara su apetito con el pasto de mi jardín.
Se comprendieron al punto. En los primeros días él le puso por formalidad una cuerdecita al cuello, como una cinta, y con ella lo conducía de un sitio a otro. El cordero comía incesantemente, y el pastor individualista también, y ambos transitaban por toda la casa, inclusive por dentro de mis habitaciones. Era una compenetración perfecta, alcanzada por el hilo umbilical de la madre tierra, por el auténtico mandato del hombre. Así pasaron muchos meses. Tanto el pastor como el cordero redondearon sus formas carnales, especialmente el rumiante que apenas podía seguir a su zagal de gordo que se puso. A veces entraba parsimoniosamente a mi habitación, me miraba con indiferencia, y salía dejándome un pequeño rosario de cuentas oscuras en el piso.
Todo concluyó cuando el campesino sintió la nostalgia de su campo y me dijo que se volvía a sus tierras lejanas. Era una determinación de última hora. Tenía que pagar una manda a la Virgen de su pueblo. No se podía llevar el cordero. Se despidieron con ternura. El pastor tomó el tren, esta vez con su pasaje en la mano. Fue patética aquella partida.
En mi jardín no dejó un cordero sino un problema grave, o más bien gordo. Qué hacer con el rumiante? Quién lo cuidaría ahora? Yo tenía excesivas preocupaciones políticas. Mi casa andaba desbarajustada después de las persecuciones que me trajo mi poesía combatiente. El cordero comenzó a balar de nuevo sus partituras quejumbrosas.
Cerré los ojos y le dije a mi hermana que se lo llevara. Ay! Esta vez sí estaba yo seguro de que no se libraría del asador.
DE AGOSTO DE 1952 A ABRIL DE 1957
Los años transcurridos entre agosto de 1952 y abril de 1957 no figurarán detalladamente en mis memorias porque casi todo ese tiempo lo pasé en Chile y no me sucedieron cosas curiosas ni aventuras capaces de divertir a mis lectores. Sin embargo, es preciso enumerar algunos hechos importantes de ese lapso. Publiqué el libro Las uvas y el viento, que traía escrito. Trabajé intensamente en las Odas elementales, en las Nuevas odas elementales y en el Tercer libro de las odas. Organicé un congreso continental de la cultura, que se realizó en Santiago y al cual acudieron relevantes personalidades de toda América. También celebré en Santiago el cumplimiento de mis cincuenta años, con la presencia de escritores importantes de todo el mundo: desde China vinieron M Ching y Emi Siao; llya Ehrenburg voló desde la Unión Soviética; Dreda y Kutvalek desde Checoeslovaquia; y entre los latinoamericanos estuvieron Miguel Angel Asturias, Oliverio Girondo, Norah Lange, Elvio Romero, María Rosa Oliver, Raúl Larra y tantos otros. Doné a la universidad de Chile mi biblioteca y otros bienes. Hice un viaje a la Unión Soviética, como jurado del Premio Lenin de la Paz, que yo mismo había obtenido en esa época, cuando aún se llamaba Premio Stalin. Me separé definitivamente de Delia del Carril. Construí mi casa "La Chascona" y me trasladé a vivir en ella con Matilde Urrutia. Fundé la revista Gaceta de Chile y la dirigí durante algunos números. Tomé parte en las campañas electorales y en otras actividades del Partido Comunista de Chile. La editorial Losada, de Buenos Aires, publicó mis obras completas en papel biblia.
PRESO EN BUENOS AIRES
Al cabo de ese tiempo fui invitado a un congreso de la paz que se reunía en Colombo, en la isla de Ceilán donde viví hace tantos años. Estábamos en abril de 1957.
Encontrarse con la policía secreta no parece peligroso, pero si se trata de la policía secreta argentina el encuentro toma otro carácter, no desprovisto de humor aunque imprevisible en sus consecuencias. Aquella noche, recién llegado de Chile, dispuesto a proseguir mi viaje hacia los más lejanos países, me acosté fatigado. Apenas empezaba a dormitar cuando irrumpieron en la casa varios policías. Todo lo registraron con lentitud; recogían libros y revistas; trajinaban los roperos; se metían con la ropa interior. Ya se habían llevado al amigo argentino que me hospedaba cuando me descubrieron en el fondo de la casa, que era donde quedaba mi habitación.
—Quién es este señor? —preguntaron. —Me llamo Pablo Neruda —respondí.
—Está enfermo? —interrogaron a mi mujer.
—Sí, está enfermo y muy cansado del viaje. Llegamos hoy y tomaremos mañana un avión hacia Europa.
—Muy bien, muy bien ——dijeron, y salieron de la pieza.
Volvieron una hora después, provistos de una ambulancia. Matilde protestaba, pero esto no alteró las cosas. Ellos tenían instrucciones. Debían llevarme cansado o fresco, sano o enfermo, vivo o muerto.
Llovía aquella noche. Gruesas gotas caían del cielo espeso de Buenos Aires. Yo me sentía confundido. Ya había caído Perón. El general Aramburu, en nombre de la democracia, había echado abajo la tiranía. Sin embargo, sin saber cómo ni cuándo, por qué ni dónde, si por esto o por lo otro, si por nada o si por todo, agotado y enfermo, yo iba preso. La camilla en que me bajaban entre cuatro policías se convertía en un serio problema al descender escaleras, entrar en ascensores, atravesar pasillos. Los cuatro palanquineros sufrían y resoplaban. Matilde, para acentuarles el sufrimiento, les había dicho con voz meliflua que yo pesaba 110 kilos. Y en verdad los representaba———con suéter y abrigo, tapado con frazadas hasta la cabeza. Lucía como una mole, como el volcán Osorno, sobre aquella camilla que brindaba la democracia argentina, Yo pensaba, y eso me hacía sentir mejor de mis síntomas de flebitis, que no eran aquellos pobres diablos que me conducían los que sudaban y pujaban bajo mi peso sino que era el mismísimo general Aramburu quien cargaba mi camilla.
Fui recibido por la rutina carcelaria, la catalogación del prisionero y la requisa de sus objetos personales. No me dejaron retener la sabrosa novela policial que llevaba para no aburrirme. La verdad es que no tuve tiempo de aburrirme. Se abrían y se cerraban rejas. La camilla cruzaba patios y portales de hierro, se internaba más y más profundamente, entre ruidos y cerrojos. De pronto me encontré en medio de una multitud. Eran los otros presos de la noche, más de dos mil. Yo iba incomunicado; nadie podía acercárseme. Sin embargo, no faltó la mano que estrechó la mía bajo las mantas, ni el soldado que dejó a un lado el fusil y me tendió un papel para que e firmara un autógrafo.
Al cabo me depositaron arriba, en la celda más lejana, con una ventanita muy alta. Yo quería descansar, dormir, dormir, dormir. No lo logré porque ya había amanecido y los presos argentinos hacían un ruido ensordecedor, un vocerío estruendoso, como si estuvieran presenciando un partido entre River y Boca.
Algunas horas después ya había funcionado la solidaridad de escritores y amigos, en Argentina, en Chile, en varios países más. Me bajaron de la celda, me llevaron a la enfermería, me devolvieron las prendas, me pusieron en libertad. Ya estaba por abandonar la penitenciaría cuando se me acercó uno de los guardias uniformados y me puso en las manos una página de papel. Era un poema que me dedicaba, escrito en versos primitivos, llenos de desaliño e inocencia como un objeto popular. Creo que pocos Poetas han logrado recibir un homenaje poético del ser humano que le pusieron para que lo custodiara.
POESÍA Y POLICÍA
Una vez en Isla Negra nos dijo la muchacha: "Señora, don Pablo, estoy encinta". Luego tuvo un niño. Nunca supimos quién era el padre. A ella no le importaba. Lo que sí le importaba era que Matilde y yo fuéramos padrinos de la criatura. Pero no se pudo. No pudimos. La iglesia más cercana está en El Tabo, un pueblecito sonriente donde le ponemos bencina a la camioneta. El cura se erizó como un puerco espín. "Un padrino comunista? Jamás. Neruda no entrará por esa puerta ni aunque lleve en sus brazos a tu niño". La muchacha volvió a sus escobas en la casa, cabizbaja. No comprendía.
En otra ocasión vi sufrir a don Asterio. Es un viejo relojero. Ya tiene muchos años; es el mejor cronometrista de Valparaíso. Compone todos los cronómetros de la Armada. Su mujer se moría. Su vieja compañera. Cincuenta años de matrimonio. Pensé que debía escribir algo sobre él. Algo que lo consolara un poco en tan grande aflicción. Que pudiera leerlo a su esposa agonizante. Así lo pensé. No sé si tenía razón. Escribí el poema. Puse en él mi admiración y mi emoción por el artesano y su artesanía. Por aquella vida tan pura entre todos los tic—tacs de los viejos relojes. Sarita Vial lo llevó al periódico. Se llama La Unión este periódico. Lo dirigía un señor Pascal. El señor Pascal es sacerdote. No quiso publicarlo. No se publicaría el poema. Neruda, su autor, es un comunista excomulgado. No quiso. Se murió la señora. La vieja compañera de don Asterio. El sacerdote no publicó el poema.
Yo quiero vivir en un mundo sin excomulgados. No excomulgaré a nadie. No le diría mañana a ese sacerdote: "No puede usted bautizar a nadie porque es anticomunista". No le diría al otro: "No publicaré su poema, su creación, porque usted es anticomunista". Quiero vivir en un mundo en que los seres sean solamente humanos, sin más títulos que ése, sin darse en la cabeza con una regla, con una palabra, con una etiqueta. Quiero que se pueda entrar a todas las iglesias, a todas las imprentas. Quiero que no esperen a nadie nunca más a la puerta de la alcaldía para detenerlo y expulsarlo. Quiero que todos entren y salgan del' Palacio Municipal, sonrientes. No quiero que nadie escape en, góndola, que nadie sea perseguido en motocicleta. Quiero que la gran mayoría, la única mayoría, todos, puedan hablar, leer, escuchar, florecer. No entendí nunca la lucha sino para que ésta termine. No entendí nunca el rigor, sino para que el rigor no exista. He tomado un camino porque creo que ese camino nos lleva a todos a esa amabilidad duradera. Lucho por esa bondad ubicua, extensa, inexhaustible. De tantos encuentros entre mi poesía y la policía, de todos estos episodios y de otros que no contaré por repetidos, y de otros que a mí no me pasaron, sino a muchos que ya no podrán contarlo, me queda sin embargo una fe absoluta en el destino humano, una convicción cada vez más consciente de que nos acercamos a una gran ternura. Escribo conociendo que sobre nuestras cabezas, sobre todas las cabezas, existe el peligro de la bomba, de la catástrofe nuclear que no dejaría nadie ni nada sobre la tierra. Pues bien, esto no altera mi esperanza. En este minuto crítico, en este parpadeo de agonía, sabemos que entrará la luz definitiva por los ojos entreabiertos. Nos entenderemos todos. Progresaremos juntos. Y esta esperanza es irrevocable.
CEILÁN REENCONTRADO
Una causa universal, la lucha contra la muerte atómica, me hacía volver de nuevo a Colombo. Atravesamos la Unión Soviética, rumbo a la India, en el TU—104, el maravilloso avión a chorro que se desplazaba especialmente para transportar nuestra vasta delegación. Sólo nos detuvimos en Tashkent, cerca de Sainarkanda. En dos jornadas el avión nos dejaría en el corazón de la India.
Volábamos a 10 000 metros de altura. Para cruzar los montes Himalaya el gigantesco pájaro se elevó aún más arriba, cerca de los 15 000 metros. Desde tan alto se divisa un paisaje casi inmóvil. Aparecen las primeras barreras, contrafuertes azules y blancos de las cordilleras himalayas. Por ahí andará el imponente hombre de las nieves en su soledad espantosa. Después, a la izquierda, se destaca la masa del monte Everest como un pequeño accidente más entre las diademas de nieve. El sol da plenamente sobre el paisaje extraño; su luz recorta los perfiles, las rocas dentadas, el dominante poderío del silencio nevado.
Evoco los Andes americanos que atravesé tantas veces. Aquí no predomina aquel desorden, aquella furia ciclópea, aquel desierto colérico de nuestras cordilleras. Estas montañas asiáticas me lucen más clásicas, más ordenadas. Sus cúpulas de nieve tallan monasterios o pagodas en el vasto infinito. La soledad es más ancha. Las sombras no se alzan como muros de piedra terrible, sino se extienden como misteriosos parques azules de un monasterio colosal.
Me digo que voy respirando el aire más alto del mundo y contemplando desde arriba las mayores alturas de la tierra. Es una sensación única en la que se mezclan la claridad y el orgullo, la velocidad y la nieve.
Volamos hacia Ceilán. Ahora hemos descendido a escasa altura, sobre las tierras calientes de la India. Hemos dejado la nave soviética en Nueva Delhi para tomar este avión hindú. Sus alas crujen y se sacuden entre nubarrones violentos. En medio del vaivén mis pensamientos están en la isla florida. A los 22 años de edad viví en Ceilán una existencia solitaria y escribí allí mi poesía más amarga rodeado por la naturaleza del paraíso.
Regreso mucho tiempo después, a esta impresionante reunión de paz, a la que se ha adherido el gobierno del país. Advierto la presencia de numerosos y a veces centenares de monjes budistas, agrupados, vestidos con sus túnicas color de azafrán, sumidos en la seriedad y la meditación que caracteriza a los discípulos de Buda. Al luchar contra la guerra, la destrucción y la muerte, estos sacerdotes afirman los antiguos sentimientos de paz y armonía que predicara el príncipe Sidartha Gautama, llamado también Buda. Qué lejos —pienso—de asumir esta conducta está la Iglesia de nuestros países americanos, iglesia de tipo español, oficial y beligerante. Qué reconfortante sería para los verdaderos cristianos ver que los sacerdotes católicos, desde sus púlpitos, combatieran el crimen más grave y más terrorífico: el de la muerte atómica, que asesina a millones de inocentes y deja para siempre sus máculas biológicas en la estirpe del hombre.
Me fui al tanteo por las callejuelas en busca de la casa en que viví, en el suburbio de Wellawatha. Me costó dar con ella. Los árboles habían crecido; el rostro de la calle había cambiado.
La vieja estancia donde escribí dolorosos versos iba a ser muy pronto demolida. Estaban carcomidas sus puertas, la humedad del trópico había dañado sus muros, pero me había esperado en pie para este último minuto de la despedida.
No encontré a ninguno de mis viejos amigos. Sin embargo, la isla volvió a llamar en mi corazón, con su cortante sonido, con su destello inmenso. El mar seguía cantando el mismo antiguo canto bajo las palmeras, contra los arrecifes. Volví a recorrer las rutas de la selva, volví a ver los elefantes de paso majestuoso cubriendo los senderos, volví a sentir la embriaguez de los perfumes exasperantes el rumor del crecimiento y la vida de la selva. Llegué hasta la roca Sigiriya en donde un rey loco se construyó una fortaleza. Reverencié como ayer las inmensas estatuas de Buda a cuya sombra caminan los hombres como pequeños insectos.
Y me alejé de nuevo, seguro ahora de que esta vez sería para nunca más volver.
SEGUNDA VISITA A CHINA
Desde este congreso de la paz en Colombo volamos a través de la India con Jorge Amado y Zelia, su mujer. Los aviones hindúes viajaban siempre repletos de pasajeros enturbantados, llenos de colores y canastos. Parecía imposible meter tanta gente en un avión. Una multitud descendía en el primer aeropuerto y otra muchedumbre ingresaba en su lugar. Nosotros debíamos seguir hasta más allá de Madrás, hacia Calcuta. El avión se estremecía bajo las tempestades tropicales. Una noche diurna, más oscura que la nocturna, nos envolvía de repente, y nos abandonaba para dar sitio a un cielo deslumbrante. De nuevo el avión se tambaleaba; rayos y centellas aclaraban la oscuridad instantánea. Yo miraba cómo la cara de Jorge Amado pasaba del blanco al amarillo y del amarillo al verde. Mientras tanto él veía en mi cara la misma mutación de colores producida por el miedo que nos agarrotaba. Comenzó a llover dentro del avión. El agua se colaba por gruesas goteras que me recordaban a mi casa de Temuco, en invierno. Pero estas goteras no me hacían ninguna gracia a 10 000 metros de altura. Lo gracioso, sí, fue un monje que venía detrás de nosotros. Abrió un paraguas y continuó leyendo, con serenidad oriental, sus textos de antigua sabiduría.
Llegamos sin accidentes a Rangoon, en Birmania. Se cumplían en esos días treinta años de mi residencia en la tierra, de mi residencia en Birmania, durante la cual, estrictamente desconocido, escribí mis versos. justamente en 1927, teniendo yo 23 años, desembarqué en este mismo Rangoon. Era un territorio delirante de color, impenetrable de idiomas, tórrido y fascinante. La colonia era explotada y agobiada por sus gobernantes ingleses, pero la ciudad era limpia y luminosa, las calles resplandecían de vida, las vitrinas ostentaban sus coloniales tentaciones.
Esta de ahora era una ciudad semivacía, con vitrinas desprovistas de todo, con la inmundicia acumulada en las calles. Es que la lucha de los pueblos por su independencia no es un camino fácil. Después del estallido de las armas, de las banderas de liberación, hay que abrirse paso por entre dificultades y tormentas. Hasta ahora yo no conozco la historia de Birmania independiente, tan enclaustrada como está junto al poderoso río Irrawadhy, y al pie de sus pagodas de oro, pero pude adivinar —más allá de labasura de las callesy de la tristeza ondulante—todos esos dramas que sacuden a las nuevas repúblicas. Es como si el pasado las continuara oprimiendo.
Ni sombra de Josie Bliss, mi perseguidora, mi heroína del "Tango del viudo". Nadie me supo dar idea de su vida o de su muerte. Ya ni siquiera existía el barrio—donde vivimos juntos.
Volamos ahora desde Birmania cruzando las estribaciones montañosas que la separan de China. Es un paisaje austero, de idílica serenidad. Desde Mandalay el avión se elevó sobre los arrozales, sobre las barrocas pagodas, sobre millones de palmeras, sobre la guerra fratricida de los birmanos, y entró en la calma severa, lineal del paisaje chino.
En Kun Ming, la primera ciudad china tras la frontera, nos esperaba mi viejo amigo, el poeta Ai Ching. Su ancho rostro moreno, sus grandes ojos llenos de picardía y bondad, su inteligencia despierta, eran otra vez un adelanto de alegría para tan largo viaje.
Ai Ching, como Ho Chi Minh, eran poetas de la vieja cepa oriental, formados entre la dureza colonial del Oriente y una difícil existencia en París. Saliendo de las prisiones, estos poetas de voz dulce y natural se convirtieron fuera de su país en estudiantes pobres o mozos de restaurant. Mantuvieron su confianza en la revolución. Suavísimos en poesía y férreos en política, retomaron a tiempo para cumplir sus destinos.
En Kun Ming los árboles de los parques habían sido tratados con cirugía estética. Todos tomaban formas extranaturales y a veces se distinguía una amputación cubierta con barro o una rama retorcida todavía vendada como un brazo herido. Nos llevaron a ver al jardinero, el genio maligno que reinaba sobre tan extraño jardín. Gruesos y viejos abetos no habían crecido más allá de treinta centímetros e incluso vimos naranjos enanos cubiertos de naranjas diminutas como dorados granos de arroz.
También fuimos a visitar un bosque de piedras bizarras. Cada roca se alargaba como monolítica aguja o se encrespaba como ola de un mar inmóvil. Supimos que este gusto por piedras de forma extraña venía desde siglos. Muchas grandes rocas de aspecto enigmático decoran las plazas de las viejas ciudades. Los gobernadores de antaño, cuando querían ofrendar su mejor regalo al emperador, le enviaban algunas de esas piedras colosales. Los presentes tardaban años en llegar a Pekín, empujando sus volúmenes durante miles de kilómetros por decenas de esclavos.
A mí, China no me parece enigmática. Por el contrario, aun dentro del formidable ímpetu revolucionario, la veo como un país ya construido milenariamente y siempre estatuyéndose, estratificándose. Inmensa pagoda, entran y salen de su antigua estructura los hombres y los mitos, los guerreros, los campesinos y los dioses. Nada espontáneo existe: ni la sonrisa. En vano busca uno por todas partes los pequeños y toscos objetos del arte Popular, ese arte hecho con errores de perspectiva que tantas veces toca los límites del prodigio. Las muñecas chinas, las cerámicas, las piedras y las maderas labradas, reproducen modelos milenarios. Todo tiene el signo de una perfección repetida.
Mi mayor sorpresa la tuve cuando encontré en el mercado de una aldea unas pequeñas jaulas para cigarras hechas de delgado bambú. Eran maravillosas porque en su precisión arquitectónica superponían una habitación a otra, cada una con su cigarra cautiva, hasta formar castillos de casi un metro de altura. Me pareció, mirando los nudos que ataban los bambúes y el color verde tierno de los tallos, que surgía resurrecta la mano popular, la inocencia que puede hacer milagros. Al advertir mi admiración, los campesinos no quisieron venderme aquel castillo sonoro. Me lo regalaron. De ese modo el canto ritual de las cigarras me acompañó por semanas, muy adentro, por las tierras chinas. Sólo en mi infancia recuerdo haber recibido regalos tan memorables y silvestres.
Iniciamos el viaje en un barco que lleva mil pasajeros, a lo largo del río Yang Tse. Son campesinos, obreros, pescadores, una multitud vital. Por varios días, en dirección a Nan King, recorremos el río anchuroso, lleno de embarcaciones y trabajos, cruzado y surcado por miles de vidas, de preocupaciones y de sueños. Este río es la calle central de China. Anchísimo y tranquilo, el Yang Tse se adelgaza a veces y a duras penas logra pasar el barco entre sus titánicas gargantas. A cada lado las altísimas paredes de piedra parecen tocarse en las alturas, en donde se divisa de cuando en cuando una nubecilla en el cielo, dibujada con la maestría de un—pincel oriental, o surge una pequeña habitación humana entre las cicatrices de la piedra. Pocos paisajes hay en la tierra de tan abrumadora belleza. Tal vez puedan comparársele los violentos desfiladeros —del Cáucaso o nuestros solitarios y solemnes canales magallánicos.
En cinco años que he estado lejos de China observo una transformación visible que se va confirmando a medida que me interno de nuevo en el país.
Al principio me doy cuenta de una manera confusa. Qué noto, qué ha cambiado en las calles, en las gentes? Ah, echo de menos el color azul. Hace cinco años visité en esta misma estación del año las calles de China, siempre repletas, siempre palpitantes de vidas humanas. Pero entonces todos iban vestidos de azul proletario, una especie de sarga o mezclilla obrera. Hombres, mujeres y niños iban así. A mí me agradaba esta simplificación del traje, con sus diferentes gradaciones de azul. Era hermoso ver las innumerables manchas de azul cruzando calles y caminos.
Ahora esto ha cambiado. Qué ha pasado?
Simplemente que la industria textil de estos cinco años ha crecido hasta poder vestir con todos los colores, con todos los floreados, con todas las lisas y puntitos, con todas las variaciones de la seda, a millones de chinas; y hasta permitir también a millones de chinos el uso de otros colores y de mejores telas.
Ahora las calles son el arcoiris delicado del refinado gusto de China, esta raza que no sabe hacer nada feo, este país donde la sandalia más primitiva parece una flor de paja.
Navegando por el río Yang Tse me di cuenta de la fidelidad de las viejas pinturas chinas. Allí, en lo alto de los desfiladeros,~ un pino retorcido como una pagoda minúscula me trajo a la mente de inmediato las viejas estampas imaginarias. Pocos sitios más irreales, más fantásticos y sorprendentes hay como estos desfiladeros del gran río que se elevan a alturas increíbles y que en cualquier fisura de la roca muestran la antigua huella humana del pueblo prodigioso: cinco o seis metros de verdura recién plantada o un templete de cinco techos para contemplar y meditar. Más allá nos parece ver, en la altura de los calvos roqueríos, las túnicas o el vapor de los antiguos mitos; son tan sólo las nubes y algún vuelo de pájaros que ya fue muchas veces pintado por los más antiguos y sabios miniaturistas de la tierra. Una profunda poesía se desprende de esta naturaleza grandiosa; una poesía breve y desnuda como el vuelo de un ave o como el relámpago plateado del agua que fluye casi inmóvil entre los muros de piedra.
Pero, lo definitivamente extraordinario en este paisaje, es ver al hombre trabajando en pequeños rectángulos, en algún lunar verde entre las rocas. A inmensa altura, en el tope de los muros verticales, en donde hay un repliegue que guarde un poco de tierra vegetal, allí hay un hombre chino cultivándolo. La madre tierra china es ancha y dura. Ella ha disciplinado y dado forma al hombre, transformándolo en un instrumento de labor, incansable, sutil y tenaz. Esa combinación de vasta tierra, extraordinario trabajo humano, y eliminación gradual de todas las injusticias, hará florecer la bella, extensa y profunda humanidad china.
Durante toda la travesía del Yang Tse, Jorge Amado me pareció nervioso y melancólico. Innumerables aspectos de la vida en el barco le molestaban a él y a Zelia, su compañera Pero Zelia tiene un humor sereno que le permite pasar por el fuego sin quemarse.
Uno de los motivos era que nosotros veníamos a ser involuntariamente privilegiados en la navegación. Con nuestros camarotes especiales y nuestro comedor exclusivo nos sentíamos mal, en medio de centenares de chinos que se amontonaban por todas partes de la embarcación. El novelista brasileño me miraba con ojos sarcásticos y dejaba caer alguno de sus comentarios graciosos y crueles.
La verdad es que las revelaciones sobre la época staliniana habían quebrantado algún resorte en el fondo de Jorge Amado. Somos viejos amigos, hemos compartido años de destierro, siempre nos habíamos identificado en una convicción y en una esperanza comunes. Pero yo creo haber sido un sectario de menor cuantía; mi naturaleza misma y el temperamento de mi propio país me inclinaban a un entendimiento con los demás. Jorge, por el contrario, había sido siempre rígido. Su maestro, Luis Carlos Prestes, pasó cerca de quince años de su vida encarcelado. Son cosas que no se pueden olvidar, que endurecen el alma. Yo justificaba ante mí mismo, sin compartirlo, el sectarismo de Jorge.
El informe del XX Congreso fue una marejada que nos empujó, a todos los revolucionarios, hacia situaciones y conclusiones nuevas. Algunos sentimos nacer, de la angustia engendrada por aquellas duras revelaciones, el sentimiento de que nacíamos de nuevo. Renacíamos limpios de tinieblas y del terror, dispuestos a continuar el camino con la verdad en la mano.
Jorge, en cambio, parece haber comenzado allí, a bordo de aquella nave, entre los desfiladeros fabulosos del río Yang Tse, una etapa distinta de su vida. Desde entonces se quedó más tranquilo, fue mucho más sobrio en sus actitudes y en sus declaraciones. No creo que perdiera su fe revolucionaria, pero se reconcentró más en su obra y le quitó a ésta el carácter político directo que penúltimamente la caracterizó. Como si se destapara el epicúreo que hay en él, se lanzó a escribir sus mejores libros, empezando por Gabriela, clavo y canela, obra maestra desbordante de sensualidad y alegría.
El poeta Ai Ching era el jefe de la delegación que nos guiaba. Cada noche comíamos Jorge Amado, Zelia, Matilde, Ai Ching y yo en una cámara separada. La mesa se cubría de legumbres doradas y verdes, pescados agridulces, patos y pollos guisados de rara manera, siempre deliciosa. Después de varios días aquella comida exótica se nos atragantaba por mucho que nos gustara. Hallamos una ocasión de liberarnos por una vez de tan sabrosos manjares, pero nuestra iniciativa tuvo un camino difícil. Se nos fue torciendo más y más como una rama de aquellos árboles torturados.
Sucedió que tocaba mi cumpleaños por esos días. Matilde y Zelia proyectaron festejarme con una comida occidental que variara nuestro régimen. Se trataba de un humildísimo agasajo: preparar un pollo, asado a nuestra manera y acompañado por una ensalada de tomates y cebollas a la chilena. Las mujeres hicieron gran misterio de esta sorpresa. Se dirigieron confidencialmente a nuestro buen hermano Ai Ching. El poeta les respondió, un poco inquieto, que debía reunirse con los otros de la comitiva para responder.
La resolución fue sorprendente. Todo el país pasaba por una ola de austeridad; Mao Tse Tung había renunciado a su festejo de cumpleaños. Cómo se podía festejar el mío frente a tan severos precedentes? Zelia y Matilde replicaron que se trataba de todo lo contrario: queríamos sustituir aquella mesa cubierta de manjares (en la cual había pollos, patos, pescados, que quedaba intactos) por un solo pollo, un modestísimo pollo, pero asado al horno de acuerdo con nuestro estilo. Una nueva reunión de Ai Ching con el invisible comité que dirigía la austeridad respondió al día siguiente que no existía horno en el navío en que viajábamos. Zelia y Matilde, que habían hablado ya con el cocinero, le dijeron a Ai Ching que estaban equivocados, que un magnífico horno se calentaba en espera de nuestro posible pollo. Ai Ching entrecerró los ojos y perdió su mirada en la corriente del Yang Tse.
Aquel 12 de julio, fecha de mi aniversario, tuvimos; —en la mesa nuestro pollo asado, premio dorado de aquel debate. Un par de tomates, con cebolla picada, relucían en una pequeña bandeja. Más allá se extendía la gran mesa, engalanada como todos los días con fuentes fulgurantes de rica comida china.
Yo había pasado en 1928 por Hong Kong y Shangai. Aquélla era una China férreamente colonizada; un paraíso de tabúres, de fumadores de opio, de prostíbulos, de asaltantes nocturnos, de falsas duquesas rusas, de piratas del mar y de la tierra. Frente a los grandes institutos bancarios de aquellas grandes ciudades, la presencia de ocho o nueve acorazados grises revelaba la inseguridad y el miedo, la extorsión colonial, la agonía de un mundo que comenzaba a oler a muerto. Las banderas de muchos países, autorizadas por cónsules indignos, flameaban sobre barcos corsarios de malhechores chinos y malayos. Los burdeles dependían de compañías internacionales. Ya he contado en otro sitio de estas memorias cómo me asaltaron una vez y me dejaron sin ropa, sin dinero y sin papeles, abandonado en una calle china.
Todos estos recuerdos regresaron a mi cabeza cuando llegué a la China de la revolución. Este era un nuevo país, asombroso por su limpieza ética. Los defectos, los pequeños conflictos y las incomprensiones, mucho de lo que cuento, son circunstancias minúsculas. Mi impresión dominante ha sido la de contemplar un cambio victorioso en la tierra extensa de la más vieja cultura del mundo. Por todas partes se iniciaban incontables experimentaciones. La agricultura feudal iba a cambiar. La atmósfera moral era transparente como después del paso de un ciclón.
Lo que me ha distanciado del proceso chino no ha sido Mao Tse Tung, sino el inametunismo. Es decir, el maoestalinismo, la repetición del culto a una deidad socialista. Quién puede negarle a Mao la personalidad política de gran organizador, de gran liberador de un pueblo? Cómo podría escapar yo al influjo de su aureola épica, de su simplicidad tan poética, tan melancólica y tan antigua?
Pero durante mi viaje vi cómo centenares de pobres campesinos que volvían de sus labores, se prosternaban antes de dejar sus herramientas, para saludar el retrato del modesto guerrillero de Yunan, ahora transformado en dios. Yo vi cómo centenares de seres agitaban en sus manos un librito rojo, panacea universal para vencer en el ping—pong, curar la apendicitis y resolver los problemas políticos. La adulación fluye de cada boca y de cada día, de cada diario y de cada revista, de cada cuaderno y de cada libro, de cada almanaque y de cada teatro, de cada escultura y de cada pintura.
Yo había aportado mi dosis de culto a la personalidad, en el caso de Stalin. Pero en aquellos tiempos Stalin se nos aparecía como el vencedor avasallante de los ejércitos de Hitler, como el salvador del humanismo mundial. La degeneración de su personalidad fue un proceso misterioso, hasta ahora enigmático para muchos de nosotros.
Y ahora aquí, a plena luz, en el inmenso espacio terrestre y celeste de la nueva China, se implantaba de nuevo ante mi vista la sustitución de un hombre por un mito. Un mito destinado a monopolizar la conciencia revolucionaria, a recluir en un solo puño la creación de un mundo que será de todos. No me fue posible tragarme, por segunda vez, esa píldora amarga.
En Chung King mis amigos chinos me llevaron al puente de la ciudad. Yo he amado los puentes toda mi vida. Mi padre, ferroviario, me inspiró gran respeto por ellos. Nunca los llamaba puentes. Hubiera sido profanarlos. Los llamaba obras de arte, calificativo que no le concedía a las pinturas, ni a las esculturas, ni por supuesto a mis poemas. Sólo a los puentes. Mi padre me llevó muchas veces a contemplar el maravilloso viaducto del Malleco, en el sur de Chile. Hasta ahora había pensado que el puente más hermoso del mundo era aquél, tendido entre el verde austral de las montañas, alto y delgado y puro, como un violín de acero con sus cuerdas tensas, preparadas para que las toque el viento de Collipulli. El inmenso puente que cruza el río Yang Tse es otra cosa. Es la más grandiosa obra de la ingeniería china, realizada—con la participación de los ingenieros soviéticos. Y es, además, el final de una lucha secular. La ciudad de Chung King estaba dividida desde hace siglos por el río, una incomunicación que entrañaba atraso, lentitud y aislamiento.
El entusiasmo de los amigos chinos que me enseñan el puente es excesivo para el poder de mis piernas. Me hacen subir torres y bajar abismos, para mirar el agua que corre desde hace miles de años, cruzada hoy por esta ferretería de kilómetros. Por estos rieles pasarán los trenes; estas calzadas serán para los ciclistas; esta enorme avenida estará destinada a los peatones. Me siento agobiado por tanta grandeza.
Ai Ching nos lleva por la noche a comer en un viejo restaurant, albergue de la cocina más tradicional: lluvia de flores de cerezo, arcoiris con ensalada de bambú, huevos de 100 años, labios de joven tiburona. Esta cocina china es imposible de describir en su complejidad, en su fabulosa variedad, en su invención extravagante, en su formalismo increíble. Ai Ching nos da algunas nociones. Las tres reglas supremas que deben regir una buena comida son: primero, el sabor; segundo, el olor; tercero, el color. Estos tres aspectos deben ser exigentemente respetados. El sabor debe ser exquisito. El olor debe ser delicioso. Y el color debe ser estimulante y armonioso. "En este restaurant donde comeremos ————dijo Ai Ching—se unirá otro virtuosismo: el sonido." A la gran fuente de porcelana rodeada de manjares se le agrega en el último momento una pequeña cascada de colas de camarones que caen en la plancha de metal calentada al rojo para producir una melodía de flauta, una frase musical que siempre se repite igual.
En Pekín fuimos recibidos por Tien Ling, quien presidía el comité de escritores designado para acogernos a Jorge Amado y a mí. También estaba nuestro viejo amigo el poeta Emi Siao con su mujer alemana y fotógrafa. Todo era agradable y sonriente. Paseamos en una embarcación, entre los lotos del inmenso lago artificial que fue construido para entretenimiento de la última emperatriz. Visitamos fábricas, casas editoriales, museos y pagodas. Comimos en el más exclusivo de los restaurantes del mundo (tan exclusivo que tiene una sola mesa), regentado por los descendientes de la casa imperial. Las dos parejas suramericanas nos juntábamos en la casa de los escritores chinos para beber, fumar y reír, como lo hubiéramos hecho en cualquier parte de nuestro continente.
Yo le pasaba el periódico de cada día a mi joven intérprete llamado Li. Le mostraba con el dedo las impenetrables columnas de caracteres chinos y le decía:
—Tradúzcame!
El comenzaba a hacerlo en su español recién aprendido. Me leía editoriales agrícolas, proezas natatorias de Mao Tse Tung, disquisiciones maomarxistas, noticias militares que me aburrían apenas comenzaban.
——Stop! —le decía—. Léame mejor de esta otra columna.
Así fui sorprendido un día cuando encontré una llaga en el sitio donde puse el dedo. Allí se hablaba de un proceso político en el cual figuraban como acusados los amigos que yo veía cada día. Estos seguían formando parte de nuestro "comité de acogida". Aunque el proceso parecía venir de un tiempo atrás, ellos jamás nos habían dicho una palabra de que estaban siendo investigados, ni habían mencionado nunca que una amenaza se cernía sobre sus destinos.
La época había cambiado. Todas las flores se cerraban. Cuando estas flores se abrieron por orden de Mao Tse Tung, aparecieron innumerables papelitos ———en fábricas y talleres, en universidades y oficinas, en granjas y caseríos que denunciaban injusticias, extorsiones, acciones deshonestas de jefes y burócratas.
Así como anteriormente había cesado por orden suprema la guerra a las moscas y a los gorriones, cuando se reveló que su aniquilamiento traería inesperadas consecuencias, así también se terminó drásticamente el período en que se abrieron las corolas. Una nueva orden llegó desde arriba: descubrir a los derechistas. Y en seguida en cada organización, en cada lugar de trabajo, en cada hogar, los chinos comenzaron a confesar a sus prójimos, o a autoconfesarse de derechismo.
Mi amiga la novelista Tieng Ling fue acusada de haber tenido relaciones amorosas con un soldado de Chiang Kai Shek. Era una verdad que había sucedido antes del gran movimiento revolucionario. Por la revolución ella rechazó a su amante, y desde Yenan, con un hijo recién nacido en los brazos, hizo toda la gran marcha de los años heroicos. Pero esto no le valió de nada. Fue destituida de su cargo de presidente de la Unión de Escritores y condenada a servir la comida como mesera del restaurant de la misma Unión de Escritores que había presidido tantos años. Pero hacía su trabajo de mesera con tanta altivez o dignidad que fue enviada luego a trabajar en la cocina de una remota comuna campesina. Esta es la última noticia que tuve de la gran escritora comunista, primera figura de la literatura china.
No sé lo que pasó con Emi Siao. En cuanto a M Ching, el poeta que nos acompañaba a todas partes, su destino fue muy triste. Primero se le mandó al desierto de Gobi. Luego se le autorizó a escribir, siempre que nunca más firmara sus escritos con su verdadero nombre, un nombre ya famoso dentro y fuera de China. Así se le condenó al suicidio literario.
Jorge Amado ya había partido hacia el Brasil. Yo me despediría un poco más tarde con un gusto amargo en la boca. Todavía lo siento.
LOS MONOS DE SUJUMI
He regresado a la Unión Soviética y me invitan a un viaje hacia el sur. Cuando desciendo del avión, después de haber atravesado un inmenso territorio, he dejado atrás las grandes estepas, las usinas y las carreteras, las grandes ciudades y los pueblos soviéticos. He llegado a las imponentes montañas caucasianas pobladas de abetos y de animales selváticos. A mis pies el Mar Negro se ha puesto un traje azul para recibirnos. Un violento perfume de naranjos en flor llega de todas partes.
Estamos en Sujumi, capital de Afgasia, pequeña república soviética. Esta es la Cólchida legendaria, la región del vellocino de oro que seis siglos antes de Cristo vino a robar Jasón, la patria griega de los dioscuros. Más tarde veré en el museo un enorme bajorrelieve de mármol helénico recién sacado de las aguas del Mar Negro. A orillas de ese mar los dioses helénicos celebraron sus misterios. Hoy se ha cambiado el misterio por la vida sencilla y trabajadora del pueblo soviético. No es la misma gente de Leningrado. Esta tierra de sol, de trigo y de grandes viñas, tiene otro tono, un acento mediterráneo. Estos hombres andan de otra manera, estas mujeres tienen ojos y manos de Italia o de Grecia. Vivo unos días en casa del novelista Simonov, y nos bañamos en las aguas tibias del Mar Negro. Simonov me muestra en su huerta sus bellos árboles. Los reconozco y a cada nombre que me dice le respondo como campesino patriótico:
—De éste hay en Chile. De este otro también hay en Chile. Y también de aquel otro.
Símonov me mira con cierta sonrisa zumbona. Yo le digo:
—Qué triste es para mí que tú tal vez nunca veas el parrón de mi casa en Santiago, ni los álamos dorados por el otoño chileno, no hay oro como ése. Si vieras los cerezos en flor en primavera y conocieras el aroma del boldo de Chile. Si vieras en el camino de Melipilla cómo los campesinos ponen las doradas mazorcas de maíz sobre los techos. Si metieras los pies en las aguas puras y frías de Isla Negra. Pero, mi querido Simonov, los países levantan barreras, juegan al enemigo, se disparan en guerras frías Y los hombres nos quedamos aislados. Nos acercamos al cielo en veloces cohetes y no acercamos nuestras manos en la fraternidad humana.
—Tal vez cambiarán las cosas —me dice Simonov sonreído, Y lanza una piedra blanca hacia los dioses sumergidos del Mar Negro.
El orgullo de Sujumi es su gran colección de monos. Aprovechando el clima subtropical, un Instituto de Medicina Experimental ha criado allí todas las especies de monos del mundo. Entremos. En amplias jaulas veremos monos eléctricos y monos, estáticos, inmensos y minúsculos, pelados y peludos, de cara reflexivas o de chispeantes ojos; también los hay taciturnos despáticos.
Hay monos grises, hay monos blancos, hay micos de tras tricolor; hay grandes monos austeros, y otros polígamos que permiten que ninguna de sus hembras se alimente sin su consentimiento, permiso que le otorga solamente después que ellos han devorado con solemnidad su propia comida.
Los más avanzados estudios de biología se realizan en este instituto. En el organismo de los monos se estudia el sistema nervioso, la herencia, las delicadas investigaciones sobre el misterio y la prolongación de la vida.
Nos llama la atención una pequeña mona con dos críos. Uno de ellos la sigue constantemente y al otro lo lleva en brazos, humana ternura. El director nos cuenta que el pequeño mono que tanto mima no es su hijo sino un mono adoptivo. Acababa de dar a luz ella cuando murió otra mona recién parida. De inmediato esta madre mona adoptó al huerfanito. Desde entonces esa pasión materna, su dulzura de cada minuto, se proyectan sobre el hijo adoptivo, más aún que sobre el verdadero hijo. Los científicos pensaron que tan intensa vocación maternal la llevarí a adoptar otros hijos ajenos, pero ella los ha rechazado uno tras otro. Porque su actitud no obedecía simplemente a una fuerza vital sino a una conciencia de solidaridad maternal.
ARMENIA
Ahora volamos hacia una tierra trabajadora y legendaria. Estamos en Armenia. A lo lejos, hacia el sur, preside la historia de Armenia la cumbre nevada del monte Ararat. Es aquí donde el arca de Noé se detuvo, según la Biblia, para repoblar la tierra, Difícil tarea, porque Armenia es pedregosa y volcánica. Los armenios cultivaron esta tierra con indecible sacrificio y elevaron su cultura nacional a lo más alto del mundo antiguo. La sociedad socialista ha dado un desarrollo y un florecimiento extraordinario a esta noble nación martirizada. Por siglos los invasores turcos masacraron y esclavizaron a los armenios. Cada piedra de los páramos, cada losa de los monasterios tiene una gota de sangre armenia. La resurrección socialista de este país ha sido un milagro y el más grande desmentido a los que de mala fe hablan de imperialismo soviético. Visité en Armenia hilanderías que ocupan a 5000 obreros, inmensas obras de irrigación y de energía, y otras industrias poderosas. Recorrí de una punta a otra las ciudades y las campiñas pastorales, y no vi sino armenios, hombres y mujeres armenios. Encontré un solo ruso, un solitario ingeniero de ojos azules, entre los miles de ojos negros de aquella población morena. Estaba aquel ruso dirigiendo una central hidroeléctrica en el lago Sevan. La superficie del lago, cuyas aguas se desalojan por un solo cauce del río, es demasiado grande. El agua preciosa se evapora sin que la sedienta Armenia alcance a recoger y utilizar sus dones. Para ganarle tiempo a la evaporación se ha ensanchado el río. Así se reducirá el nivel del lago y, al mismo tiempo, se crearán con las nuevas aguas del río ocho centrales hidráulicas, nuevas industrias, poderosas usinas de aluminio, luz eléctrica y regadío para todo el país. Nunca olvidaré mi visita a aquella planta hidroeléctrica asomada al lago que en sus aguas purísimas refleja el inolvidable azul del cielo de Armenia. Cuando me preguntaron los periodistas sobre mis impresiones de las antiguas iglesias y monasterios de Armenia, les respondí exagerando:
—La iglesia que más me gusta es la central hidroeléctrica, el templo junto al lago.
Muchas cosas vi en Armenia. Pienso que Erevan es una de las más bellas ciudades, construida de toba volcánica, armoniosa como una rosa rosada. Fue inolvidable la visita al centro astronómico de Binakan, donde vi por primera vez la escritura de las estrellas. Se captaba la luz temblorosa de los astros; delicadísimos mecanismos iban escribiendo la palpitación de la estrella en el espacio, como una especie de electrocardiograma del cielo. En aquellos gráficos observé que cada estrella tiene un tipo de letra diferente, fascinadora y temblorosa, aunque incomprensible para mis ojos de poeta terrestre.
En el jardín biológico de Erevan, me fui derecho a la jaula del cóndor, pero mi compatriota no me reconoció. Allí estaba en un rincón de su jaula, calvo y con esos ojos escépticos de cóndor sin ilusiones, de gran pájaro añorante de nuestras cordilleras. Lo miré con tristeza porque yo sí volvería a mi patria y él se quedaría inacabablemente prisionero.
Mi aventura con el tapir fue diferente. El zoológico de Er van es uno de los pocos que posee un tapir del Amazonas, un animal extraordinario, con cuerpo de buey, cara nariguda y ojos chicos. Debo confesar que los tapires se parecen a mí. Esto no es un secreto.
El tapir de Erevan dormitaba en su corral, junto a la laguna. Al verme me dirigió una mirada de inteligencia; a lo mejor alguna vez nos habíamos encontrado en el Brasil. El director me preguntó si lo quería ver nadar y yo le respondí que sólo por el placer de ver nadar un tapir viajaba por el mundo. Le abrieron una portezuela. Me dio una mirada de felicidad y se lanzó al agua, resoplando como un caballo marino, como un tritón peludo. Se elevaba sacando todo el cuerpo del agua; se zambullía produciendo un oleaje tempestuoso; se levantaba ebrio de alegría, bufaba y resoplaba, y luego proseguía con gran velocidad en sus acrobadas increíbles.
—Nunca lo habíamos visto tan contento —me dijo el director del zoológico. Al mediodía, en el almuerzo que me ofrecía la Sociedad de Escritores, les conté en mi discurso de agradecimiento las proezas del tapir amazónico y les hablé de mi pasión por los animales.
Nunca dejo de visitar un jardín zoológico.
En discurso de respuesta, el presidente de los escritores armenios dijo:
—Qué necesidad tenía Neruda de ir a visitar nuestro jardín zoológico? Con venirse a la Sociedad de Escritores le bastaba para encontrar todas las especies. Aquí tenemos leones y tigres, zorros y focas, águilas y serpientes, camellos y papagayos.
EL VINO Y LA GUERRA
Me detuve en Moscú, en el camino de regreso. Esta ciudad es para mí, no sólo la magnífica capital del socialismo, la sede de tantos sueños realizados, sino la residencia de algunos de mis amigos más queridos. Moscú es para mí una fiesta. Apenas llego salgo solo por las calles, contento de respirar, silbando cuecas. Miro las caras de los rusos, los ojos y las trenzas de las rusas, los helados que se venden en las esquinas, las flores populares de papel, las vitrinas, en busca de cosas nuevas, de las pequeñas cosas que hacen grande la vida.
Fui a visitar una vez más a Ehrenburg. El buen amigo me Mostró primero una botella de aguardiente noruego, acquavite. La etiqueta era un gran velero pintado. En otro sitio estaba la fecha de partida y la de regreso del barco que llevó hasta Australia esta botella y la devolvió a su Escandinavia original.
Nos pusimos a hablar de vinos. Recordé aquella época de mi juventud en que nuestros vinos patrimoniales emprendían viaje al extranjero, por exigencia y excelencia. Fueron siempre demasiado caros para los que usábamos vestimentas ferroviarias y vivíamos en tormentosa bohemia.
En todos los países me preocuparon los derroteros del vino, desde que nacía de "los pies del pueblo" hasta que se engarrafaba en vidrio verde o cristal facético. Me gustó tomar en Galicia el vino de Ribeiro, que se bebe en taza y deja en la loza una espesa marca de sangre. Recuerdo en Hungría un vino grueso, llamado "sangre de toro", cuyas embestidas hacen trepidar los violines de la gitanería.
Mis tatarabuelos tuvieron viñas. Parral, el pueblo donde nací, es cuna de ásperos mostos. De mi padre y de mis tíos, don José Angel, don Joel, don Oseas v don Amós, aprendí a diferenciar el vino pipeño del filtrado. Me costó trabajo acatar sus inclinaciones hacia el vino irrefinado que cae de la pipa, de corazón original e irreductible. Como en todas las cosas, me costó volver a lo primitivo, al vigor, tras haber practicado la superación del gusto, saboreado el bouquet formalista. Pasa igual con el arte: se amanece con la Afrodita de Praxiteles y se queda uno a vivir con las estatuas salvajes de Oceanía.
Fue en París donde probé un vino excelso en una casa excelsa. El vino era un Mouton—Rothschild de cuerpo impecable, de aroma inexpresable, de perfecto contacto. La casa era la de Aragón y Elisa Triolet.
—Acabo de recibir estas botellas y las abro para ti —me dijo Aragón.
Y me contó la historia.
Avanzaban los ejércitos alemanes dentro de tierra francesa. El soldado más inteligente de Francia, poeta y oficial, Louis Aragón, llegó hasta un puente de avanzada. Mandaba un destacamento de enfermeros. Su orden era seguir más allá de ese puesto, hasta un edificio situado a trescientos metros más lejos. El capitán de la posición francesa lo detuvo. Era el conde Alplionse de Rothschild, más joven que Aragón y de sangre tan apremiante como la suya.
—No puede pasar de aquí —le dijo—. Es inminente el fuego alemán.
—Mis instrucciones son llegar a ese edificio —replicó vivamente Aragón.
—Mis órdenes son que no siga y se quede aquí —repuso el capitán.
Conociendo a Aragón, como yo lo conozco, estoy seguro de que en la discusión salieron chispas como granadas, contestaciones como estoques. Pero ella no duró más de diez minutos. De pronto, ante los ojos de Rothschild y Aragón, una granada de un mortero alemán cayó sobre aquel edificio cercano convirtiéndolo instantáneamente en humo, escombros y pavesa.
Así se salvó el primer poeta de Francia, gracias a la obstinación de Rothschild.
Desde entonces, en la misma fecha aniversaria del suceso, Aragón recibe unas cuantas bonnes bouteilles de Mouton—Rothschild, de las viñas del conde que fue su capitán en la última guerra.
Ahora estoy en Moscú, en la casa de Ilya Ehrenburg. Este gran guerrillero de la literatura, tan peligroso enemigo para el nazismo como una división de cuarenta mil hombres, era también un epicureísta refinado. Nunca supe si sabía de Stendhal o de foie gras. Paladeaba los versos de Jorge Manrique con tanto deleite como degustaba un Pommery—Greno. Su amor más viviente era Francia entera, el alma y el cuerpo de Francia sabrosa y fragante.
El caso es que, después de la guerra, se rumoreó en Moscú que se pondrían en venta ciertas misteriosas botellas de vino francés. El Ejército Rojo había conquistado, en su avance hacia Berlín, una fortaleza—cava, repleta de la insana propaganda de Goebbels y de los vinos que éste había saqueado en las bodegas de la dulce Francia. Papeles y botellas fueron enviados a los cuarteles generales del ejército vencedor, el Ejército Rojo, que investigó los documentos y no halló qué hacer con las botellas.
Las botellas eran gloriosos vidrios que ostentaban en etiquetas especiales sus fechas de nacimiento. Todos procedían de origen ilustre y de celebérrima vendimia. Los Romané, los Beaune, los Chateau—neuf du Pape, se codeaban con los rubios Pouilly, los ambarescentes Vouvray, los aterciopelados Chambertin. La colección entera estaba respaldada por cifras cronológicas de las más supremas cosechas.
La mentalidad igualitaria del socialismo distribuyó en las botillerías estos trofeos sublimes de los lagares franceses, al mismo precio de los vinos rusos. Como medida taxativa se dispuso que cada comprador sólo podía adquirir un reducido y determinado número de botellas. Grandes son los designios del socialismo, pero los poetas somos iguales en todas partes. Cada uno de mis compañeros de letras envió a parientes, vecinos, conocidos, a comprar a tan bajo precio botellas de tan alto linaje. Se agotaron en un día.
Una cantidad que no diré llegó a la casa de Ehrenburg, el irreductible enemigo del nazismo. Y por ese motivo me encuentro en su compañía, hablando de vinos y bebiéndonos parte de la cava de Goebbels, en honor de la poesía y de la victoria.
LOS PALACIOS RECONQUISTADOS
Nunca me invitaron los magnates a las grandes mansiones; y la verdad es que tuve siempre poca curiosidad. En Chile el deporte nacional es el remate. Se ve mucha gente acudir en forma atropellada a las semanales subastas que caracterizan a mi país. Cada casona de ésas tiene su sino. Llegado un momento se rematan al mejor postor las verjas que no me dejaron pasar, a mí ni al vulgo de que formo parte, y con las verjas cambian de dueño los sillones, los cristos sanguinolentos, los retratos de época, los platos, las cucharas, y las sábanas entre las cuales se procrearon tantas vidas ociosas. Al chileno le gusta entrar, tocar y ver. Pocos son los que finalmente compran. Luego el edificio se demuele y se rematan pedazos de la casa. Los compradores se llevan los ojos, es decir, las ventanas; los intestinos, es decir, las escaleras; los pisos son los pies; y finalmente se reparten hasta las palmeras.
En Europa, en cambio, las inmensas casas se conservan. Podemos ver a veces los retratos de sus duques y de sus duquesas que sólo algún pintor afortunado vio en cueros para felicidad de los que ahora disfrutamos de esa pintura y de esas curvas. Podemos atisbar también los secretos, los crímenes inquisitivos, las pelucas, y esos archivos despampanantes que son las paredes tapizadas que absorbieron tantas conversaciones destinadas al palco electrónico del porvenir.
Fui invitado a Rumania y acudí a la cita. Los escritores me llevaron a descansar a su casa de campo colectiva, en medio de los bellos bosques transilvanos. La residencia de los escritores rumanos había sido antes el palacio de Carol, aquel tarambana cuyos amores extrarreales llegaron a ser comidilla mundial. El palacio, con sus muebles modernos y sus baños de mármol, estaba ahora al servicio del pensamiento y de la poesía de Rumania. Dormí muy bien en la cama de su majestad la reina y, al día siguiente, nos dimos a visitar otros castillos convertidos en museos y casas de reposo o vacaciones. Me acompañaban los poetas Jebeleanu, Beniuc y Radu Bourreanu. En la mañana verde, bajo la profundidad de los abetos de los antiguos parques reales, cantábamos descompasadamente, reíamos con estruendo, gritábamos versos en todos los idiomas. Los poetas rumanos, con su larga historia de padecimientos durante los regímenes monarcofascistas, son los más valerosos y al par los más alegres del mundo. Aquel grupo de juglares, tan rumanos como los pájaros de sus tierras forestales, tan decididos en su patriotismo, tan firmes en su revolución, y tan embriagadoramente enamorados de la vida, fueron una revelación para mí. En pocos sitios he adquirido con tanta prontitud tantos hermanos.
Les referí a los poetas rumanos, para gran regocijo de ellos, mi visita anterior a otro palacio noble. Fue el palacio de Liria, en Madrid, en plena guerra. Mientras el enemigo marchaba con sus italianos, moros y cruces gamadas, dedicado a la santa tarea de matar españoles, los milicianos ocuparon aquel palacio que yo había visto tantas veces al pasar por la calle de Argüelles, en los años 1934 y 1935. Desde el autobús dirigía una mirada respetuosa, no por vasallaje hacia los nuevos duques de Alba que ya no podían someterme a mí, irredento americano y poeta semibárbaro, sino fascinado por esa majestad que tienen los callados y blancos sarcófagos.
Cuando vino la guerra, el duque se quedó en Inglaterra, porque su apellido es en realidad Berwick. Se quedó allí con sus cuadros mejores y con sus más ricos tesoros. Recordando esta fuga ducal les dije a los rumanos que en China, después de la liberación, el último descendiente de Confucio, que se enriqueció con un templo y con los huesos del difunto filósofo, se fue a Formosa también provisto de cuadros, mantelerías y vajillas. Y además con los huesos. Allí debe estar bien instalado, cobrando entrada por mostrar las reliquias.
Desde España, por aquellos días. salían hacia el resto del mundo tremebundas noticias: "Histórico palacio del duque de Alba, saqueado por los rojos", "Lúbricas escenas de destrucción", "Salvemos esta joya histórica".
Me fui a ver el palacio ya que ahora me dejaban entrar. Los supuestos saqueadores estaban a la puerta con overol azul y fusil en la mano. Caían las primeras bombas sobre Madrid desde aviones del ejército alemán. Pedí a los milicianos que me dejaran pasar. Examinaron minuciosamente mis documentos. Ya me creía listo para dar los primeros pasos en los opulentos salones cuando me lo impidieron con horror: no me había limpiado los zapatos en el gran felpudo de la entrada. En realidad los pisos relucían como espejos. Me limpié los zapatos y entré. Los rectángulos vacíos de las paredes significaban cuadros ausentes. Los milicianos lo sabían todo. Me contaron como el duque tenía esos cuadros desde hace años en su banco de Londres, depositados en una buena caja de seguridad. En el gran hall lo único importante eran los trofeos de caza, innumerables cabezas cornudas y trompas de diferentes bestezuelas. Lo más notorio era un inmenso oso blanco parado en dos patas en medio de la habitación, con sus dos brazos polares abiertos y una cara disecada que se reía con todos los dientes. Era el favorito de los milicianos que lo cepillaban cada mañana.
Naturalmente que me interesaron los dormitorios en que tantos Alba durmieron con pesadillas originadas por los espectros flamencos que en las noches llegaban a hacerles cosquillas en los pies. Los pies ya no estaban allí, pero sí la más grande colección de zapatos que nunca he visto. Este último duque nunca aumentó su pinacoteca, pero su zapatería era sorprendente e incalculable. Largas estanterías acristaladas que llegaban al techo guardaban millares de zapatos. Como en las bibliotecas, había escaleritas especiales, quizás para cogerlos delicadamente de los tacos. Miré con cuidado. Había centenares de pares de finísimas botas de montar, amarillas y negras. También había de esos botines con chalequillo de felpa y botones de nácar. Y cantidades de zapatones, zapatillas y polainas, todos ellos con sus hormas adentro, lo que les daba la apariencia de que tenían piernas y pies sólidos a su disposición. Si se les abría la vitrina, correrían todos a Londres detrás del duque! Podía darse uno un festín de botines, alineados a lo largo de tres o cuatro habitaciones. Un festín con la mirada y sólo con la mirada, porque los milicianos, fusil al brazo, no permitían que ni siquiera una mosca tocara aquellos zapatos. "La cultura", decían. "La historia", decían. Yo pensaba en los pobres muchachos de alpargatas deteniendo al fascismo en las cumbres terribles de Somosierra, enterrados en la nieve y el barro.
junto a la cama del duque había un cuadrito efimarcado en oro cuyas mayúsculas góticas me atrajeron. Caramba!, pensé, aquí debe estar impreso el árbol genealógico de los Alba. Me equivocaba. Era el "If" de Rudyard. Kipling, esa poesía pedestre y santurrona, precursora del Readers Digest, cuya altura intelectual no sobrepasaba a mi juicio la de los zapatos del duque de Alba. Con perdón del imperio británico!
El baño de la duquesa será incitante, pensaba yo. Tantas cosas evocaba. Sobre todo aquella madona recostada del Museo del Prado, a quien Goya le colocó los pezones tan aparte el uno del otro, que uno piensa cómo el pintor revolucionario midió la distancia añadiendo un beso a cada beso hasta dejarle un collar invisible de seno a seno. Pero el equívoco continuaba. El oso, la botinería de zarzuela, el "If" y, por último, en vez de un baño de diosa encontré un recinto redondo, falsamente pompeyano, con una tina bajo el nivel—del suelo, cisnecillos siúticos de alabastro, cursi—cómicos lampadarios, en fin, una sala de baño para odalisca de película norteamericana.
Ya me retiraba con sombrío desencanto cuando tuve mi recompensa. Los milicianos me invitaron a almorzar. Bajé con ellos a las cocinas. Cuarenta o cincuenta mozos y servidores, cocineros y jardineros del duque, seguían cocinando para sí mismos y para los milicianos que custodiaban la mansión. Me consideraban honrosa visita. Después de algunos cuchicheos, vueltas y revueltas, recibos que se firmaban, sacaron una polvorienta botella. Era un "lachrima christi" de cien años, del cual apenas me dejaron beber unos cuantos sorbos. Era un vino ardiente, con una contextura de miel y fuego, al mismo tiempo severo e impalpable. No olvidaré tan fácilmente aquellas lágrimas del duque de Alba.
Una semana después los bombarderos alemanes dejaron caer cuatro bombas incendiarias sobre el palacio de Liria. Desde 1 terraza de mi casa vi volar los dos pájaros agoreros. Un resplandor colorado me hizo comprender en seguida que estaba presenciando los últimos minutos del palacio.
—Aquella misma tarde pasé por las ruinas humeantes —digo a los escritores rumanos para concluir mi relato—. Allí me enteré de un detalle conmovedor. Los nobles milicianos, bajo el fuego que caía del cielo, las explosiones que sacudían la tierra y la hoguera que crecía, sólo atinaron a salvar el oso blanco. Casi murieron en la tentativa. Se derrumbaban las vigas, todo ardía y el inmenso animal embalsamado se obstinaba en no pasar por las ventanas y las puertas. Lo vi de nuevo y por última vez, con los brazos blancos abiertos, muerto de risa, sobre el césped del jardín del palacio.
TIEMPO DE COSMONAUTAS
Moscú de nuevo. El 7 de noviembre en la mañana presencié el desfile del pueblo, de sus deportistas, de la luminosa juventud soviética. Marchaban firmes y seguros sobre la Plaza Roja. Los contemplaban los agudos ojos de un hombre muerto hace ya muchos años, fundador de esta seguridad, de esta alegría y de esta fuerza: Vladimir Ilich Ulianov, inmortalmente conocido como Lenin.
Esta vez desfilaron pocas armas. Pero, por primera vez, se vieron los enormes proyectiles intercontinentales. Casi pudiera haber tocado con la mano aquellos inmensos cigarros puros, de apariencia bonachona, capaces de llevar la destrucción atómica a cualquier punto del planeta.
Aquel día condecoraban a los dos rusos que volvían del cielo. Yo me sentía muy cerca de sus alas. El oficio de poeta es, en gran parte, pajarear. Precisamente por las calles de Moscú, por las costas del Mar Negro, entre los montañosos desfiladeros del Cáucaso soviético, me vino la tentación de escribir un libro sobre los pájaros de Chile. El poeta de Temuco estaba conscientemente dedicado a pajarear, a escribir sobre los pájaros de su tierra tan lejana, sobre chincoles y chercanas, tencas y díucas, cóndores y queltehues, en tanto dos pájaros humanos, dos cosmonautas soviéticos, se alzaban en el espacio y pasmaban de admiración al mundo entero. Todos contuvimos la respiración sintiendo sobre nuestras cabezas, mirando con nuestros ojos el doble vuelo cósmico.
Aquel día los condecoraban. junto a ellos, completamente terrestres, estaban sus familiares, su origen, su raíz de pueblo. Los viejos llevaban inmensos bigotes campesinos; las viejas cubrían sus cabezas con el pañolón típico de las aldeas y campiñas. Los cosmonautas eran como nosotros, almas del campo, de la aldea, de la fábrica, de la oficina. En la Plaza Roja los recibió Nikita Jruschov, en nombre de la nación soviética. Después los vimos en la sala San Jorge. Me presentaron a Guerman Titoy, el astronauta número dos, un chico simpático, de grandes ojos luminosos. Le pregunté de sopetón:
—Dígame, comandante, cuando navegaba por el cosmos y miraba hacia nuestro planeta, se divisaba claramente Chile?
Era como decirle: "Usted comprende que lo importante de su viaje era ver a Chilito desde arriba."
No sonrió como lo esperaba, sino que reflexionó algunos instantes y luego me dijo:
—Recuerdo unas cordilleras amarillas por Sudamérica. Se notaba que eran muy altas. Tal vez sería Chile.
Claro que era Chile, camarada.
Justo a los 40 años cumplidos por la revolución socialista, dejé a Moscú, en el tren hacia Finlandia. Mientras atravesaba la ciudad, rumbo a la estación, grandes haces de cohetes luminosos, fesfóricos, azules, rojos, violetas, verdes, amarillos, naranjas, subían muy alto como descargas de alegría, como señales de comunicación y amistad que partían hacia todos los pueblos desde la noche victoriosa.
En Finlandia compré un diente de narval y seguimos viaje. En Gotemburgo tomamos el barco que nos devolvería a América. También América y mi patria marchan con la vida y con el tiempo. Resulta que cuando pasamos por Venezuela, en dirección a Valparaíso, el tirano Pérez Jiménez, bebé favorito del De partamento de Estado, bastardo de Trujillo y de Somoza, mandó tantos soldados como para una guerra con la misión de impedirnos descender del barco a mí y a mi compañera. Pero cuando llegué a Valparaíso, ya la libertad había expulsado al déspota venezolano, ya el majestuoso sátrapa había corrido a Miami como conejo sonámbulo. Rápido anda el mundo desde el vuelo del sputnik. Quién me iba a decir que la primera persona que tocó a la puerta de mi camarote en Valparaíso, para darnos bienvenida, iba a ser el novelista Simonov, a quien dejé bañándose en el Mar Negro?

PRINCIPIO Y FIN DE UN DESTIERRO

EN LA UNIÓN SOVIÉTICA
En 1949, recién salido del destierro, fui invitado por primera vez a la Unión Soviética, con motivo de las conmemoraciones del centenario de Pushkin. Llegué junto con el crepúsculo a mi cita con la perla fría del Báltico, la antigua, nueva, noble y heroica Leningrado. La ciudad de Pedro el Grande y de Lenin el Grande tiene "ángel", como París. Un ángel gris: avenidas color de acero, palacios de piedra plomiza y mar de acero verde. Los museos más maravillosos del mundo, los tesoros de los zares, sus cuadros, sus uniformes, sus joyas deslumbrantes, sus vestidos de ceremonia, sus armas, sus vajillas, todo estaba ante mi vista. Y los nuevos recuerdos inmortales: el crucero "Aurora" cuyos cañones, unidos al pensamiento de Lenin, derribaron los muros del pasado y abrieron las puertas de la historia.
Acudí a una cita con un poeta muerto hace 100 años, Aleksandr Pushkin, autor de tantas imperecederas leyendas y novelas. Aquel príncipe de poetas populares ocupa el corazón de la grande Unión Soviética. En celebración de su centenario, los rusos habían reconstruido pieza por pieza el palacio de los zares. Cada muro había sido levantado tal como antes existiera, resurgiendo de los escombros pulverizados a que los había reducido la artillería nazi. Fueron utilizados los viejos planos del palacio, los documentos de la época, para construir de nuevo los luminosos vitrales, las bordadas cornisas, los capiteles floridos. Para edificar un museo en honor a un maravilloso poeta de otro tiempo.
Lo primero que me impresionó en la URSS fue su sentimiento de extensión, su recogimiento espacial, el movimiento de los abedules en las praderas, los inmensos bosques milagrosamente puros, los grandes ríos, los caballos ondulando sobre los trigales.
Amé a primera vista la tierra soviética y comprendí que de ella salía no sólo una lección moral para todos los rincones de la existencia humana, una equiparación de las posibilidades y un avance creciente en el hacer y el repartir, sino que también interpreté que desde aquel continente estepario, con tanta pureza natural, iba a producirse un gran vuelo. La humanidad entera sabe que allí se está elaborando la gigantesca verdad y hay en el mundo una intensidad atónita esperando lo que va a suceder. Algunos esperan con terror, otros simplemente esperan, otros creen presentir lo que vendrá.
Me encontraba en medio de un bosque en que millares de campesinos, con trajes antiguos de fiesta, escuchaban los poemas de Pushkin. Todo aquello palpitaba: hombres, hojas, extensiones en que el trigo nuevo comenzaba a vivir. La naturaleza parecía formar una unidad victoriosa con el hombre. De aquellos poemas de Pushkin en el bosque de Michaislowski tenía que surgir alguna vez el hombre que volaría hacia otros planetas.
Mientras los campesinos presenciaban el homenaje se descargó una intensa lluvia. Un rayo cayó muy cerca de nosotros, calcinando a un hombre y al árbol que lo cobijaba. Todo me pareció dentro del cuadro torrencial de la naturaleza. Además, aquella poesía acompañada de la lluvia estaba ya en mis libros, tenía que ver conmigo.
El país soviético cambia constantemente. Se construyen inmensas ciudades y canales; hasta la geografía va cambiando. Pero en mi primera visita quedaron bien fijas en mí las afinidades que me ligaban a ellos; como también cuanto de ellos me parecía más inasible o más distante de mi espíritu.
En Moscú los escritores viven siempre en ebullición, en continua discusión. Me enteré allí, mucho antes de que lo descubrieran los escandalizantes occidentales, de que Pasternak era el primer poeta soviético, junto con Maiakovski. Maiakovski fue el poeta público, con voz de trueno y catadura de bronce, corazón magnánimo que trastornó el lenguaje y se encaró con los más difíciles problemas de la poesía política. Pasternak fue un gran poeta crepuscular, de la intimidad metafísica, y políticamente un honesto reaccionario que en la transformación de su patria no vio más lejos que un sacristán luminoso. De todas maneras, los poemas de Pasternak me fueron muchas veces recitados de memoria por los más severos críticos de su estatismo político.
La existencia de un dogmatismo soviético en las artes durante largos períodos no puede ser negada, pero también debe decirse que este dogmatismo fue siempre tomado como un defecto y combatido cara a cara. El culto a la personalidad produjo, con los ensayos críticos de Zdhanov, brillante dogmatista, un endurecimiento grave en el desarrollo de la cultura soviética. Pero había mucha respuesta en todas partes y ya se sabe que la vida es más fuerte y más porfiada que los preceptos. La revolución es, la vida y los preceptos buscan su propio ataúd.
Ehrenburg tiene ya muchos años de edad y sigue siendo un gran agitador de lo más verdadero y viviente de la cultura soviética. Muchas veces visité a mi ya buen amigo en su departamento de la calle Gorki, constelado por los cuadros y litografías de Picasso, o en su dacha cerca de Moscú. Ehrenburg siente pasión por las plantas y está casi siempre en su jardín extrayendo malezas y conclusiones de cuanto crece a su alrededor.
Más tarde tuve gran amistad con el poeta Kirsanov que tradujo admirablemente al ruso mí poesía. Kirsanov es, como todos los soviéticos, un ardiente patriota. Su poesía tiene fulminantes destellos y una sonoridad que le otorga la bella lengua rusa lanzada al aire por su pluma en explosiones y cascadas.
Continuamente visitaba, en Moscú o en el campo, a otro gran poeta: el turco Nazim Hikmet, legendario escritor encarcelado durante 18 años por los extraños gobiernos de su país.
A Nazim, acusado de querer sublevar la marina turca, lo condenaron a todas las penas del infierno. El juicio, tuvo lugar en un barco de guerra. Me contaban cómo lo hicieron andar hasta la extenuación por el puente del barco, y luego lo metieron en el sitio de las letrinas, donde los excrementos se levantaban medio metro sobre el piso. Mi hermano el poeta se sintió desfallecer. La pestilencia lo hacía tambalear. Entonces pensó: los verdugos me están observando desde algún punto, quieren verme caer, quieren contemplarme desdichado. Con altivez sus fuerzas resurgieron. Comenzó a cantar, primero en voz baja, luego en voz más alta, con toda su garganta al final. Cantó todas las canciones, todos los versos de amor que recordaba, sus propios poemas, las romanzas de los campesinos, los himnos de lucha de su pueblo. Cantó todo lo que sabía. Así triunfó de la inmundicia y del martirio. Cuando me contaba estas cosas yo le dije: "Hermano mío, cantaste por todos nosotros. Ya no necesitamos dudar, pensar en lo que haremos. Ya todos sabemos cuándo debemos empezar a cantar."
Me contaba también los dolores de su pueblo. Los campesinos son brutalmente perseguidos por los señores feudales de Turquía. Nazim los veía llegar a la prisión, los veía cambiar por tabaco el pedazo de pan que les daban como única ración. Comenzaban a mirar el pasto del patio distraídamente. Luego con atención, casi con gula. Un buen día se llevaban unas briznas de hierba a la boca. Más tarde la arrancaban en manojos que devoraban apresuradamente. Por último comían el pasto a cuatro pies, como los caballos.
Ferviente antidogmático Nazim ha vivido largos años desterrado en la URSS. Su amor por esa tierra que lo acogió, está volcado en esta frase suya. "Yo creo en el futuro de la poesía. Creo porque vivo en el país donde la poesía constituye la exigencia más indispensable del alma." En esas palabras vibran muchos secretos que de lejos no se alcanzan a ver. El hombre soviético, con las puertas abiertas a todas las bibliotecas, a todas las aulas, a todos los teatros, está en el centro de la preocupación de los escritores. No hay que olvidarlo al discutir sobre el destino de la acción literaria. Por una parte, las nuevas formas la necesaria renovación de cuanto existe, debe traspasar y romper los moldes literarios. Por otra parte, cómo no acompañar los pasos de una profunda y espaciosa revolución? Cómo alejar de los temas centrales las victorias, conflictos, humanos problemas, fecundidad, movimiento, germinación de un inmenso pueblo que se enfrenta a un cambio total de régimen político, económico, social? Cómo no solidarizarse con ese pueblo atacado por feroces invasiones, cercado por implacables colonialistas, oscurantistas de todos los climas y pelajes? Podrían la literatura o las artes tomar una actitud de aérea independencia junto a acontecimientos tan esenciales?
El cielo es blanco. A las cuatro de la tarde ya es negro. Desde esa hora la noche ha cerrado la ciudad.
Moscú es una ciudad de invierno. Es una bella ciudad de invierno. Sobre los techos infinitamente repetidos se ha instalado la nieve. Brillan los pavimentos invariablemente limpios. El aire es un cristal duro y transparente. Un color suave de acero, las plumillas de la nieve que se arremolinan, el ir y venir de miles de transeúntes como si no sintieran el frío, todo nos lleva a soñar que Moscú es un gran palacio de invierno con extraordinarias decoraciones fantasmales y vivientes.
Hace treinta grados bajo cero en este Moscú que como estrella de fuego y nieve, como encendido corazón, está situado en mitad del pecho de la tierra.
Miro por la ventana. Hay guardia de soldados en las calles. Qué pasa? Hasta la nieve se ha detenido al caer. Entierran al gran Vishinski. las calles se abren solemnemente para que pase el cortejo. Se hace un hondo silencio, un reposo en el corazón del invierno, para el gran combatiente. El fuego de Vishinski se reintegra a los cimientos de la patria soviética.
Los soldados que presentaron armas al paso del cortejo permanecen aún en formación. De cuando en cuando alguno de ellos hace un pequeño baile, levantando las manos enguantadas y zapateando un instante con sus altas botas. Por lo demás, parecen inmutables. Me contaba un amigo español que durante la gran guerra, en los días de más intenso frío y justo después de un bombardeo, podía verse a los moscovitas comiendo helados en la calle. "Entonces supe que ganarían la guerra —me decía mi amigo—, cuando los vi comer helados con tanta tranquilidad en medio de una guerra espantosa y un frío bajo cero."
Los árboles de los parques, blancos de nieve, se han escarchado. Nada puede compararse a estos pétalos cristalizados de los parques en el invierno de Moscú. El sol los pone traslúcidos, les arranca llamas blancas sin que se derrita una gota de su floral estructura. Es un universo arborescente que deja entrever, a través de su primavera de nieve, las antiguas torres del Kremlin, las esbeltas flechas milenarias, las cúpulas doradas de San Basilio.
Pasadas las afueras de Moscú, rumbo a otra ciudad, veo unas anchas rutas blancas. Son los ríos helados. En el cauce de esos ríos inmóviles surge de cuando en cuando, como una mosca en un mantel deslumbrante, la silueta de un pescador ensimismado. El pescador se detiene en la vasta sabana helada, escoge un punto, y perfora el hielo hasta dejar visible la corriente sepultada. En ese mismo momento no puede pescar porque los peces han huido asustados por el ruido de los hierros que abrían el agujero. Entonces el pescador esparce algunos alimentos como cebo para atraer a los fugitivos. Echa su anzuelo y espera. Espera por horas y horas en aquel frío de los diablos.
El trabajo de los escritores, digo yo, tiene mucho de común con el de aquellos pescadores árticos. El escritor tiene que buscar el río y, si lo encuentra helado, necesita perforar el hielo. Debe derrochar paciencia, soportar la temperatura y la crítica adversa, desafiar el ridículo, buscar la corriente profunda, lanzar el anzuelo justo, y después de tantos y tantos trabajos, sacar un pescadito pequeñito. Pero debe volver a pescar, contra el frío, contra el hielo, contra el agua, contra el crítico, hasta recoger cada vez una pesca mayor.
Fui invitado a un congreso de escritores. Allí estaban sentados en la presidencia los grandes pescadores, los grandes escritores de la Unión Soviética. Fadeiev con su sonrisa blanca y su pelo plateado; Fedin con su cara de pescador inglés, delgado y agudo; Ehrenburg con sus mechones turbulentos y su traje que, aunquelo esté estrenando, da la impresión de que ha dormido vestido; Tijonov.
Estaban también representados en la presidencia, con sus rostros mongálicos y sus libros recién impresos, los portavoces de las literaturas de las más lejanas repúblicas soviéticas, pueblos que antes yo no conocía ni de nombre, países nómadas que no tenían alfabeto.
LA INDIA REVISITADA
En el año de 1950 tuve que viajar a la India en forma inesperada. En París me mandó llamar Joliot Curie para encargarme una misión. Se trataba de viajar a Nueva Delhi, ponerse en contacto con gente de diversas opiniones políticas, calibrar en el sitio mismo las posibilidades de fortificar el movimiento indio por la paz Joliot Curie era el presidente mundial de los Partidarios de la Paz. Hablamos extensamente. Le inquietaba que la opinión pacifista no pesara debidamente en la India, no obstante que la India siempre tuvo reputación de ser el país pacífico por excelencia. El propio primer ministro. el Pandit Nehru, tenía fama de ser un adalid de la paz, una causa tan antigua y profunda para aquella nación.
Joliot Curie me dio dos cartas: una para un investigador científico de Bombay y otra para entregársela en sus manos al primer ministro. Me pareció curioso que se me hubiera designado precisamente a mí para un viaje tan largo y una tarea al parecer tan fácil. Tal vez contaba mi amor nunca extinguido por aquel país donde pasé algunos años de mi juventud. O bien el hecho de que había recibido yo en ese mismo año el Premio de la Paz, por mi poema "Qué despierte el leñador", distinción que también le fue otorgada entonces a Pablo Picasso y a Nazim Hikmet.
Tomé el avión para Bombay. Treinta años después volvía a la India. Ahora no era una colonia que luchaba por su emancipación sino una república soberana: el sueño de Gandhi, a cuyos congresos iniciales asistí en el año 1928. Ya no quedaría vivo tal vez ninguno de mis amigos de entonces, revolucionarios estudiantiles que me confiaron fraternalmente sus historias de lucha.
Apenas bajé del avión me dirigí a la aduana. De ahí me trasladaría a un hotel cualquiera, entregaría la carta al físico Raman y continuaría mi viaje a Nueva Delhi. No contaba con la huéspeda. Mis valijas no terminaban nunca de salir del recinto. Una bandada de los que yo creía vistas aduaneros examinaban con lupa mi equipaje. Yo había visto muchas inspecciones, pero ninguna como ésta. No era crecido mi equipaje: apenas una valija mediana con mi ropa y una pequeña bolsa de cuero con mis útiles de toilette. Mis pantalones, mis calzoncillos, mis zapatos, eran levantados en el aire y fiscalizados con cinco pares de ojos. Los bolsillos y las costuras eran explorados meticulosamente. Para no ensuciar mi ropa, había envuelto en Roma mis zapatos en una hoja de periódico arrugada que encontré en la pieza de mi hotel. Creo que de L'Osservatore Romano. Extendieron esa hoja sobre una mesa, la miraron al trasluz, la doblaron cuidadosamente cual si fuera un documento secreto, y finalmente la dejaron a un lado junto con otros de mis papeles. También mis zapatos fueron estudiados por dentro y por fuera, como ejemplares únicos de fabulosos fósiles.
Dos horas duró este increíble escudriñamiento. De mis papeles (pasaporte, libreta de direcciones, la carta que debía entregar al jefe de gobierno y la hoja de L'Osservatore Romano) hicieron un prolijo atado que ceremoniosamente sellaron con lacre ante mi vista. Fue entonces cuando me dijeron que podía seguir al hotel.
Haciendo un esfuerzo chileno para no perder la paciencia les advertí que en ningún hotel me recibirían desprovisto de papeles de identidad y que el objeto de mi viaje a la India era entregar al primer ministro la carta que no podría entregarle porque ellos me la habían secuestrado.
—Hablaremos al hotel para que lo reciban. En cuanto a los papeles, se los devolveremos oportunamente.
Este es el país cuya lucha por la independencia formó parte de mi destino juvenil, pensé. Cerré mi valija y al mismo tiempo cerré la boca. Por dentro, mi pensamiento formulaba una sola palabra: Mierda!
En el hotel me encontré con el profesor Bacra, a quien conté mis percances. Era un hindú de buen humor. No dio demasiada importancia a los hechos. Era tolerante con su país, que consideraba todavía en formación. En cambio yo percibía algo malvado en aquel desorden, algo que no esperaba como acogida de una nueva nación independiente.
El amigo de Jolíot Curie, para quien traía la carta de presentación, era el director de los estudios físico—nucleares de la India. Me invitó a visitar sus instalaciones. Y añadió que estábamos convidados a almorzar ese mismo día con la hermana del primer ministro. Tal era mi suerte y tal ha seguido siéndolo toda la vida: con una mano me dan un palo en las costillas y con la otra me ofrecen un ramo de flores para desagraviarme.
El Instituto de Investigaciones Nucleares era uno de esos recintos limpios, claros, radiantes, en los cuales hombres y mujeres vestidos de blanco, transparentes, circulan como el agua que corre, atravesando corredores, sorteando instrumentales, pizarrones y cubetas. Aunque entendí muy poco de las explicaciones científicas, aquella visita me sirvió como un baño lustral que me lavaba de las manchas ocasionadas por las vejaciones de la policía. Recuerdo vagamente que vi, entre otras cosas, una especie de fuente de mercurio. Nada más sorprendente que este metal que muestra su energía como una vida animal. Siempre me ha cautivado su movilidad; su capacidad de transformación líquida, esférica, mágica.
He olvidado el nombre de la hermana de Nehru con la que almorzamos aquel día. Frente a ella concluyó mi mal humor. Era una mujer de gran belleza, maquillada y aderezada como una actriz exótica. Su sari relampagueaba de colores. El oro y las perlas realzaban su opulencia. A mí me gustó muchísimo. Era ciertamente un contraste ver a aquella mujer finísima comer con la mano, meter los largos dedos enjoyados en el arroz y la salsa de curry. Le dije que iría a Nueva Delhi, a ver a su hermano y a los amigos de la paz mundial. Me contestó que, en su opinión, toda la población de la India debería formar parte de ese movimiento.
Por la tarde me entregaron en el hotel el paquete con mis papeles. Aquellos farsantes de la policía habían roto los sellos lacrados que ellos mismos habían puesto al empaquetar los documentos en mi presencia. Seguramente habían fotografiado hasta mis cuentas de lavandería. Supe con el tiempo que fueron visitados e interrogados por la policía todas las personas cuyas direcciones aparecían en mi libreta. Entre ellas la viuda de Ricardo Güiraldes, para ese entonces cuñada mía. Esta señora era una mujer teosófica y superficial, sin otra pasión que las filosofías asiáticas, que vivía en una remota aldea de la India. La molestaron bastante por el hecho de aparecer su nombre en mi carnet de direcciones.
En Nueva Delhi vi a seis o siete personalidades de la capital India, el mismo día de mi llegada, sentado en un jardín, bajo una sombrilla que me protegía del fuego celeste. Eran escritores, filósofos, sacerdotes hindúes o budistas, de esa gente de la India tan adorablemente simple, tan desprovista de toda arrogancia. Opinaron unánimemente que los partidarios de la paz formaban un movimiento identificado con el espíritu de su viejo país, con su mantenida tradición de bondad y entendimiento. Añadieron sabiamente que juzgaban necesario que se corrigieran los defectos sectarios o hegemónicos:. ni los comunistas, ni los budistas, ni los burgueses, nadie debía arrogarse el movimiento. La contribución de todas las tendencias era el aspecto principal, el nudo de la cuestión. Estuve de acuerdo con ellos.
El embajador de Chile, un viejo amigo mío, escritor y médico, el doctor Juan Marín, vino a verme durante la comida. Después de muchos circunloquios me expresó que había tenido una entrevista con el jefe de la policía. Con la característica serenidad que adoptan las autoridades para dirigirse a los diplomáticos, el jefe de los esbirros hindúes le comunicó que mis actividades le inquietaban al gobierno de la India y que ojalá abandonara pronto el país. Respondí al embajador que mis actividades no habían sido otras que entrevistarme, en el jardín del hotel, con seis o siete personas eminentes cuyo pensamiento suponía yo del conocimiento de todos. En cuanto a mí, le dije, tan pronto como entregue el mensaje de Joliot Curie para el primer ministro, no me interesará continuar en un país que, a pesar de mi comprobado sentimiento de adhesión a su causa, me trata tan descortésmente, sin ninguna justificación.
Mi embajador, aunque había sido uno de los fundadores del Partido Socialista en Chile, era un apaciguado, posiblemente por los años y por los privilegios diplomáticos. No manifestó ninguna indignación ante la estúpida actitud del gobierno hindú. Yo no le pedí ninguna solidaridad y nos despedimos amablemente, él seguramente aliviado de la pesada carga que le significaba mi visita, y yo desilusionado para siempre de su sensibilidad y de su amistad.
Nehru me había citado para la mañana siguiente en su gabinete. Se levantó y me tendió la mano sin ninguna sonrisa de bienvenida. Su casa ha sido tan fotografiada que no vale la pena describirla. Unos ojos oscuros y fríos me miraron sin ninguna emoción. Treinta años antes me lo habían presentado, a él y a su padre, en una caudalosa reunión independentista. Se lo recordé, sin que por eso se alteraran sus facciones. A cuanto yo le decía respondía con monosílabos, observándome con la invariable mirada fría.
Le alargué la carta de su amigo Joliot Curie. Me dijo que sentía por el sabio francés un gran respeto y la leyó reposadamente. En la carta le hablaba de mí y le pedía ayuda para mi misión. Terminó de leerla, la introdujo de nuevo en su sobre y me miró sin decirme nada. Pensé repentinamente que mi presencia le causaba alguna irresistible aversión. También me cruzó por la mente que aquel hombre de color bilioso, debía pasar por un mal momento físico, político o sentimental. Había cierta altivez en su conducta, algo tieso, como de persona acostumbrada a mandar, pero sin la fuerza del caudillo. Recordé que su padre, el Pandit Motilal Zemindar, hacendado de antigua raza de señores, fue el gran tesorero de Gandhi y contribuyó, no sólo por su sabiduría política, sino por su gran fortuna, al partido congresista. Penséque tal vez el hombre que tenía silencioso frente a mí había vuelto sutilmente a ser un Zemindar y me contemplaba con la misma indiferencia y menosprecio que hubiera tenido para con uno cualquiera de sus campesinos descalzos. ¿Qué debo decirle al profesor Joliot Curie a mi regreso a París?
—Contestaré a su carta —me dijo a secas.
Guardé silencio algunos minutos que estimé larguísimos. Me parecía que Nehru no tenía ningunas ganas de decirme nada, pero no demostraba tampoco la menor impaciencia, como si yo pudiera quedarme allí sentado sin ningún objeto, apabullado por la sensación de hacerle perder el tiempo a un hombre tan importante.
Consideré imprescindible decirle algunas palabras sobre mi misión. La guerra fría amenazaba con hacerse incandescente de un momento a otro. Un nuevo abismo podía tragarse a la humanidad. Le hablé del terrible peligro de las armas nucleares. Y de la importancia de agrupar a la mayoría de los que quieren evitar la guerra.
Como si no me hubiera escuchado, continuó en su ensimismamiento. Al cabo de algunos minutos dijo:
—Sucede que los de uno y otro bando se golpean mutuamente con los argumentos de la paz.
—Para mí —respondí—todos los que hablen de paz o quieran contribuir a ella, pueden pertenecer al mismo bando, al mismo movimiento. No queremos excluir a nadie sino a los partidarios de la revancha y de la guerra.
El silencio continuó. Comprendí que la conversación había terminado. Me levanté y le alargué la mano para despedirme. Me la estrechó en silencio. Cuando ya me dirigía hacia la puerta, me preguntó con cierta amabilidad:
—Qué puedo hacer por usted? No se le ofrece nada?
Soy bastante tardío en reacciones y estoy, desgraciadamente, desprovisto de malignidad. Sin embargo, por una vez en la vida aproveché el lance:
—Ah, claro! Se me olvidaba. A pesar de que he vivido anteriormente en la India, nunca tuve oportunidad de visitar el Taj Mahal, tan próximo a Nueva Delhi. Esta sería la ocasión de conocer el admirable monumento, si la policía no me hubiera notificado que no puedo salir de la ciudad y que debo regresar a Europa cuanto antes. Regreso mañana.
Contento de haberle asestado el dardo, lo saludé ligeramente y abandoné su despacho.
En la recepción del hotel me esperaba el gerente.
—Tengo un mensaje para usted. Acaban de telefonearme del gobierno para informar que usted puede visitar cuando le plazca el Taj Mahal.
—Prepare mi cuenta —le contesté—. Siento no hacer esa visita. Me voy ahora mismo al aeropuerto, a tomar el primer avión que me lleve a París.
Cinco años después me correspondía sesionar en Moscú con el comité de premios que cada año otorga el Premio Lenin de la Paz, jurado internacional del cual formo parte. Cuando llegó el momento de presentar y votar las candidaturas correspondientes a ese año, el delegado representante de la India lanzó el nombre del primer ministro Nehru.
Yo insinué una sonrisa que ninguno de los otros jurados entendió y voté afirmativamente. Con aquel premio internacional, Nehru quedó consagrado como uno de los campeones de la paz del mundo.
MI PRIMERA VISITA A CHINA
Dos veces visité a China después de la revolución. La primera fue en 1951, año en que me tocó compartir la misión de llevar el Premio Lenin de la Paz a la señora Sung Sin Ling, viuda de Sun Yat Sen.
Recibía ella esa medalla de oro a proposición de Kuo Mo Jo, vicepresidente de China y escritor. Kuo Mo Jo era, además, vicepresidente del comité de premios, junto con Aragón. A ese mismo jurado pertenecíamos Anna Seghers, el cineasta Alexandrov, algunos más que no recuerdo, Ehrenburg y yo. Existía una secreta alianza entre Aragón, Ehrenburg y yo, por medio de la cual logramos que se le otorgara el premio en otros años a Picasso, a Bertolt Brecht y a Rafael Alberti. No había sido fácil, por cierto.
Salimos hacia China por el tren transiberiano. Meterme dentro de ese tren legendario era como entrar en un barco que navegara por tierra en el infinito y misterioso espacio. Todo era amarillo a mi alrededor, por leguas y leguas, a cada lado de las ventanillas. Promediaba el otoño siberiano y no se veían sino plateados abedules de pétalos amarillos. A continuación, la pradera inabarcable, tundra o taigá. De cuando en cuando, estaciones que correspondían a las nuevas ciudades. Bajábamos con Ehrenburg para desentumecernos. En las estaciones los campesinos esperaban el tren con envoltorios y maletas, hacinados en las salas de espera.
Apenas nos alcanzaba el tiempo para dar algunos pasos por esos pueblos. Todos eran iguales y todos tenían una estatua de Stalin, de cemento. A veces estaba pintada de plata, otras veces era dorada. De las docenas que vimos, matemáticamente iguales, no sé cuáles eran más feas, si las plateadas o las áureas. De vuelta al tren, y por una semana, Ehrenburg me entretenía con su conversación escéptica y chispeante. Aunque profundamente patriótico y soviético, Ehrenburg me comentaba en forma sonriente y desdeñosa muchos de los aspectos de la vida de aquella época.
Ehrenburg había llegado hasta Berlín con el Ejército Rojo. Fue, sin duda, el más brillante de los corresponsales de guerra entre cuantos han existido. Los soldados rojos querían mucho a este hombre excéntrico y huraño. Me había mostrado poco antes en Moscú dos regalos que esos soldados le habían hecho, tras desentrañarlos de las ruinas alemanas. Era un rifle construido por armeros belgas para Napoleón Bonaparte, y dos tomos minúsculos de las obras de Ronsard, impresos en Francia en 1650. Los pequeños volúmenes estaban chamuscados y manchados de lluvia o sangre.
Ehrenburg cedió a los museos franceses el bello rifle de Napoleón. Para qué lo quiero?, me decía, acariciando el labrado cañón y la bruñida culata. En cuanto a los libritos de Ronsard, los guardó celosamente para sí.
Ehrenburg era un francesista apasionado. En el tren me recitó uno de sus poemas clandestinos. Era una corta poesía en que cantaba a Francia como si hablara a la mujer amada.
Digo que el poema era clandestino porque era la época en Rusia de las acusaciones de cosmopolitismo. Los periódicos traían con frecuencia denuncias oscurantistas. Todo el arte moderno les parecía cosmopolita. Tal o cual escritor o pintor caía y se borraba su nombre de pronto bajo esa acusación. Así es que el poema francesista de Ehrenburg debió guardar su ternura como una flor secreta.
Muchas de las cosas que Ehrenburg me daba a conocer, desaparecían luego irreparablemente en la sombría noche de Stalin, desapariciones que yo atribuía más bien a su carácter protestatario y contradictor.
Con sus mechones desordenados, sus profundas arrugas, sus dientes nicotinizados, sus fríos ojos grises y su triste sonrisa, Ehrenburg era para mí el antiguo escéptico, el gran desengañado. Yo recién abría los ojos a la gran revolución y no había cabida en mí para siniestros detalles. Apenas sí disentía del mal gusto general de la época, de aquellas estatuas embadurnadas de oro y plata. El tiempo iba a probar que no era yo quien tenía la razón, pero creo que ni siquiera Ehrenburg alcanzó a comprender en su extensión la inmensidad de la tragedia. La magnitud de ella nos sería revelada a todos por el XX Congreso.
Me parecía que el tren avanzaba muy lentamente por la inmensidad amarilla, día tras día, abedul tras abedul Así íbamos acercándonos a través de Siberia, a los Montes Urales.
Almorzábamos un día en el coche comedor cuando me llamó la atención una mesa ocupada por un soldado. Estaba borrachísimo. Era un joven rubicundo y sonriente. A cada momento pedía huevos crudos al camarero, los quebraba y con gran alborozo los dejaba caer en el plato. De inmediato pedía otro par de huevos. Cada vez se sentía más feliz, a juzgar por su sonrisa extasiada y sus ojos azules de niño. Debía ya llevar mucho tiempo en eso, porque las yemas y las claras comenzaban peligrosamente a resbalar del plato y a caer en el piso del vagón.
—Tovarich! —llamaba con entusiasmo el soldado al camarero y le pedía nuevos huevos para aumentar su tesoro.
Yo observaba con entusiasmo esta escena de un surrealismo tan inocente, y tan inesperado en aquel marco de oceánica soledad siberiana.
Hasta que el camarero alarmado llamó a un miliciano. El policía fuertemente armado miró desde su gran altura con severidad al soldado. Este no le prestó ninguna atención y siguió en su tarea de romper y romper huevos.
Supuse que la autoridad iba a sacar violentamente de su ensueño al despilfarrador. Pero me quedé asombrado. El hercúleo policía se sentó junto a él, le pasó con ternura la mano por la cabeza rubia y comenzó a hablarle a media voz, sonriéndole y convenciéndole. Hasta que de pronto lo levantó con suavidad de su asiento y lo condujo del brazo, como un hermano mayor, hasta la salida del vagón, hacia la estación, hacia las calles del pueblo.
Pensé con amargura en lo que le sucedería a un pobre indiecito borracho que se pusiera a romper huevos en un tren ecuatoriano.
Durante aquellos días transiberianos se oía por la mañana y por la tarde cómo Ehrenburg golpeaba con energía las teclas de su máquina de escribir. Allí terminó La nueva ola, su última novela antes de El deshielo. Por mi parte, escribía sólo a ratos algunos de Los versos del capitán, poemas de amor para Matilde que publicaría más tarde en Nápoles en forma anónima.
Dejamos el tren en Irkutz. Antes de tomar el avión hacia Mongolia, nos fuimos a pasear por el lago, el famoso lago Baikal, en los confines de Siberia, que significó durante el zarismo la puerta de la libertad. Hacia ese lago iban los pensamientos y los sueños de los exiliados y de los prisioneros. Era el único camino posible para la evasión. "Baikal! Baikal!", repiten aún ahora las roncas voces rusas, cantando las antiguas baladas.
El Instituto de Investigación Lacustre nos invitó a almorzar. Los sabios nos revelaron sus secretos científicos. Nunca se ha podido precisar la profundidad de aquel lago, hijo y ojo de los Montes Urales. A dos mil metros de hondura se recogen peces extraños, peces ciegos, sacados de su abismo nocturno. De inmediato se me despertó el apetito y logré que los investigadores me trajeran a la mesa un par de aquellos extraños pescados. Soy una de las pocas personas en el mundo que han comido peces abisales, regados con buen vodka siberiano.
De allí volamos a Mongolia. Guardo un recuerdo brumoso de aquella tierra lunaria donde los habitantes viven aún en tiendas nómadas, mientras crean sus primeras imprentas, sus primeras universidades. Alrededor de Ulan Bator se abre una aridez redonda, infinita, parecida al desierto de Atacama en mi patria, interrumpida sólo por grupos de camellos que hacen más arcaica la soledad. Por cierto que probé en tazas de plata, pasmosamente labradas, el whisky de los mongoles. Cada pueblo hace su alcohol de lo que puede. Este era de leche de camello fermentada. Todavía me corren escalofríos cuando recuerdo su sabor. Pero, qué maravilla es haber estado en Ulan Bator! Más para mí que vivo en los bellos nombres. Vivo en ellos como en mansiones de sueño que me estuvieran destinadas. Así he vivido, gozado de cada sílaba, en el nombre de Singapur, en el de Samatkarida. Deseo que cuando me muera me entierren en un nombre, en un sonoro nombre bien escogido, para que sus sílabas canten sobre mis huesos, cerca del mar.
El pueblo chino es uno de los más sonrientes del mundo. A través del implacable colonialismo, de revoluciones, de hambrunas, de masacres, sonríe como ningún otro pueblo sabe sonreír. La sonrisa de los niños chinos es la más bella cosecha de arroz que desgrana la gran muchedumbre.
Pero hay dos clases de sonrisas chinas. Hay una natural que ilumina los rostros color de trigo. Es la de los campesinos y la del vasto pueblo. La otra es una sonrisa de quita y pon, postiza, que se pega y despega bajo la nariz. Es la sonrisa de los funcionarios.
Nos costó distinguir entre ambas sonrisas cuando con Ehrenburg llegamos por primera vez al aeropuerto de Pekín. Las verdaderas y mejores nos acompañaron por muchos días. Eran las de nuestros compañeros escritores chinos, novelistas y poetas que nos acogieron con noble hospitalidad. Así conocimos a Tieng Ling, novelista, Premio Stalin, presidente de la Unión de Escritores, a Mao Dung, a Emi Siao, y al encantador Ai Ching, viejo comunista y príncipe de los poetas chinos. Ellos hablaban francés o inglés. A todos los sepultó la Revolución Cultural, años después. Pero en aquel entonces, a nuestra llegada, eran las personalidades esenciales de la literatura.
Al día siguiente, después de la ceremonia de entrega del Premio Lenin, llamado entonces Premio Stalin, comimos en la embajada soviética. Allí estaban, además de la laureada, Chu En Lao, el viejo mariscal Chu Teh, y unos pocos más. El embajador era un héroe de Stalingrado, típico militar soviético, que cantaba y brindaba repetidamente. A mí me tocó sentarme junto a Sung Sin Ling, muy digna y todavía bella. Era la figura femenina más respetada de la época.
Cada uno de nosotros tenía a su disposición una pequeña botella de cristal llena de vodka. Los gambé estallaban con profusión. Este brindis chino obligaba a apurar la copa al seco, sin dejar una gota. El viejo mariscal Chu Teh, frente a mí, se llenaba su copita con frecuencia y con su gran sonrisa campesina me incitaba a cada momento a un nuevo brindis. Al final de la comida aproveché un momento de distracción del antiguo estratega para probar un trago de su botella de vodka. Mis sospechas se confirmaron al comprobar que el mariscal había tomado agua pura durante la comida, mientras yo me echaba al coleto grandes cantidades de fuego líquido.
A la hora del café mi vecina de mesa Sung Sin Ling, la viuda de Sun Yat Sen, la portentosa mujer que vinimos a condecorar, sacó un cigarrillo de su pitillera. Luego, con exquisita sonrisa, me ofreció otro a mí. "No, yo no fumo, muchas gracias", le dije. Y al elogiarle su estuche de cigarrillos, me respondió: "Lo conservo porque es un recuerdo muy importante en mi vida." Era un objeto deslumbrante, de oro macizo, tachonado de brillantes y rubíes. Después de mirarlo concienzudamente, y añadir nuevas alabanzas, se lo devolví a su propietaria.
Olvidó muy pronto la restitución, pues, al levantarnos de la mesa se dirigió a mí con cierta intensidad y me dijo:
—Mi pitillera, please?
Yo no tenía duda de habérsela devuelto pero, de todas maneras, la busqué sobre la mesa, luego debajo, sin encontrarla. La sonrisa de la viuda de Sun Yat Sen se había desvanecido y sólo dos ojos negros me perforaban como dos rayos implacables. El objeto sagrado no se hallaba por parte alguna y yo comenzaba a sentirme absurdamente responsable de su pérdida. Aquellos rayos negros me estaban convenciendo de que yo era un ladrón de joyas cinceladas.
Por suerte, en el último minuto de agonía, divisé la pitillera que reaparecía en sus manos. La había encontrado en su bolso, simplemente, naturalmente. Ella recobró su sonrisa, pero yo no volví a sonreír durante varios años. Pienso ahora que tal vez la Revolución Cultural la dejó definitivamente sin su bellísima pitillera de oro.
En aquella estación del año los chinos vestían de azul, un traje de mecánico que cubría por igual a hombres y mujeres, dándoles un aspecto unánime y celeste. Nada de harapos. Aunque tampoco automóviles. Una multitud densa lo llenaba todo, fluía de todas partes.
Era el segundo año de la revolución. Seguramente habría escasez y dificultades en diversos sitios, pero no se veían al recorrer la ciudad de Pekín. Lo que nos preocupaba especialmente, a Ehrenburg y a mí, eran pequeños detalles, pequeños tics del sistema. Cuando quisimos comprar un par de calcetines, un pañuelo, aquello se convirtió en un problema de estado. Los compañeros chinos discutieron entre sí. Luego de nerviosas deliberaciones, partimos del hotel en caravana. A la cabeza iba nuestro coche, luego el de los guardias, el de los policías, el de los intérpretes. La manada de coches arrancó velozmente y se abrió camino por entre la siempre apiñada multitud. Pasábamos como un alud por el estrecho canal que nos dejaba libre la gente. Llegados al almacén, bajaron de prisa los amigos chinos, expulsaron con rapidez a toda la clientela de la tienda, detuvieron el tráfico, formaron una barrera con sus cuerpos, un pasadizo humano que atravesamos cabizbajos Ehrenburg y yo, para salir igualmente cabizbajos quince minutos después, con un paquetito en la mano y la más ferviente resolución de no comprar nunca más un par de calcetines.
A Ehrenburg estas cosas lo ponían furioso. Dígame en el caso del restaurant que voy a contar. En el hotel nos servían la pésima comida inglesa que dejaron como herencia en China los sistemas coloniales. Yo, que soy gran admirador de la cocina china, le dije a mi joven intérprete que ardía en deseos de disfrutar del afamado arte culinario pekinés. Me respondió que lo consultaría.
Ignoro si realmente lo consultó, pero lo cierto fue que seguimos mascando el desabrido rosbif del hotel. Le volví a hablar del asunto. Se quedó pensativo y me dijo:
—Los compañeros se han reunido varias veces para examinar la situación. El problema está a punto de resolverse.
Al día siguiente se nos acercó un miembro importante del comité de acogida. Después de colocarse correctamente en el rostro su sonrisa, nos preguntó si efectivamente queríamos comer comida china. Ehrenburg le dijo rotundamente que sí. Yo agregué que conocía desde mis años mozos la comida cantonesa y que ansiaba paladear la celebérrima sazón de Pekín.
—El asunto es difícil —dijo el compañero chino, preocupado.
Silencio, meneo de cabeza, y luego resumió —Casi imposible.
Ehrenburg sonrió, con su sonrisa amarga de escéptico contumaz. Yo. en cambio, me enfurecí.
———Compañero—le dije———. Haga el favor de arreglarme mis papeles de regreso a París. Si no puedo comer comida china en China, la comeré en el Barrio Latino, donde no es ningún problema.
Ni a sol ni a sombra.
Mi violento alegato tuvo éxito. Cuatro horas más tarde, precedidos de nuestra profusa comitiva, llegamos a un famoso restaurant donde desde hace quinientos años se prepara el pato a la laca. Un plato exquisito, memorable.
El restaurant, abierto día y noche, distaba apenas trescientos metros de nuestro hotel.
"LOS VERSOS DEL CAPITÁN"
De rumbo en rumbo, en estas andanzas de desterrado, llegué aun país que no conocía entonces y que aprendí a amar intensa mente: Italia. En ese país todo me pareció fabuloso. Especialmente la simplicidad italiana: el aceite, el pan y el vino de la naturalidad. Hasta aquella policía... Aquella policía que nunca me maltrató, pero que me persiguió incansablemente. Era una policía que encontré en todas partes, hasta en el sueño y en la sopa.
Me invitaron los escritores a leer mis versos. Los leí de buena fe por todas partes, en universidades, en anfiteatros, a los portuarios de Génova, en Florencia, en el Palacio de La Lana, en Turín, en Venecia.
Leía con infinito placer ante salas desbordantes. Alguien junto a mí repetía luego la estrofa en italiano supremo, y me gustaba oír mis versos con ese resplandor que les añadía la lengua magnífica. Pero a la policía no le gustaba tanto. En castellano, pase pero la versión italiana tenía puntos y puntillos. Las alabanzas a la paz, palabra que ya estaba proscrita por los "occidentales", y más aún la dirección de mi poesía hacia las luchas populares, resultaban peligrosas.
Los municipios habían sido ganados en elecciones por los partidos populares y de ese modo me recibieron en los cabildos egregios como visitante de honor. Muchas veces me designaron ilustre de la ciudad. Soy ciudadano ilustre de Milán, Florencia y Génova. Antes o después de mi recital los consejeros me imponían su distinción. En el salón se reunían notables ciudadanos, aristócratas y obispos. Se tomaba una pequeña copa de champaña que yo agradecía en nombre de mi patria lejana. Entre abrazos y besamanos bajaba finalmente las escalinatas de los palacios municipales. En la calle me esperaba la policía, que no me dejaba a sol ni a sombra.
Lo de Venecia fue cinematográfico. Di mi acostumbrado recital en el aula. Fui otra vez nombrado ciudadano de honor. Pero la policía quería que me fuera de la ciudad donde nació y sufrió Desdémona. Los agentes se apostaron noche y día en las puertas del hotel.
Mi viejo amigo Vittorio Vidale, "el comandante Carlos", vino desde Trieste a oír mis versos. Me acompañó también en el infinito placer de recorrer los canales y ver pasar desde la góndola los cenicientos palacios. En cuanto a la policía, me asedió mucho más. Andaban directamente detrás de nosotros, a dos metros de distancia. Entonces decidí fugarme, tal como Casanova, de. una Venecia que quería emparedarme. Salimos disparados en carrera, junto con Vittorio Vidale y el escritor costarricense Joaquín Gutiérrez, que se encontraba allí por azar. En pos nuestro se lanzaron los dos policías venecianos. Rápidamente logramos embarcarnos en la única góndola motorizada de Venecia, la del alcalde comunista. La góndola del poder municipal surcó velozmente las aguas del canal, en tanto el otro poder corría como un gamo en busca de otra barca. La que tomaron era una de las muchas románticas embarcaciones a remo, pintada de negro y con adornos de oro, que usan los enamorados en Venecia. Nos siguió a lo lejos y sin esperanza, como un pato puede perseguir a un delfín marino.
Toda aquella persecución se precipitó una mañana en Nápoles. La policía llegó al hotel, no muy temprano, ya que en Nápoles nadie trabaja temprano, ni la policía. Pretextaron un error de pasaporte y me rogaron que los acompañara a la prefectura. Allí me ofrecieron café "expreso" y me notificaron que debía abandonar el territorio italiano ese mismo día.
Mi amor por Italia no servía de nada.
—Se trata sin duda de una equivocación —les dije.
—Nada de eso. Lo estimamos mucho, pero tiene que irse del país.
Y luego, de una manera indirecta, en forma oblicua, me informaron que era la embajada de Chile la que solicitaba mi expulsión El tren salía en la tarde. En la estación ya estaban mis amigos en misión de despedida. Besos. Flores. Gritos. Paolo Ricci. Los Alicatta. Tantos otros. A rivederci. Adiós. Adiós.
Durante mi viaje ferroviario, que lo era a Roma, los policías que me custodiaban derrocharon gentileza. Subían y acomodaban mis valijas. Me compraban L'Unitá y el Paese Sera, de ningún modo la prensa de derecha. Me pedían autógrafos, algunos para ellos mismos y otros para sus familiares. Nunca he visto una policía más fina:
—Lo sentimos, Eccellenza. Somos pobres padres de familia.] Tenemos que obedecer órdenes. Es odioso...
Ya en la estación de Roma, donde tenía que descender a cambiar de tren para continuar mi viaje a la frontera, divisé desde mi ventanilla una gran multitud. Oí gritos. Observé movimientos confusos y violentos. Grandes brazadas de flores caminaban hacia el tren levantadas sobre un río de cabezas.
—Pablo! Pablo!
Al bajar los estribos del vagón, elegantemente custodiado, fui de inmediato el centro de una prodigiosa batalla. Escritores y escritoras, periodistas, diputados, tal vez cerca de mil personas. me arrebataron en unos cuantos segundos de las manos policiales. La policía avanzó a su vez y me rescató de los brazos de mis amigos. Distinguí en aquellos dramáticos momentos algunas caras famosas. Alberto Moravia y su mujer Elsa Morante, novelista como él. El famoso pintor Renato Guttuso. Otros poetas. Otros pintores. Carlo Levi, el célebre autor de Cristo se detuvo en Eboli, me alargaba un ramo de rosas. A todo esto las flores caían al suelo, volaban sombreros y paraguas, sonaban puñetazos como explosiones. La policía llevaba la peor parte y fui recuperado otra vez por mis amigos. En la refriega pude ver a la muy dulce Elsa Morante que golpeaba con su sombrilla de seda la cabeza de un policía. De pronto pasaban los carritos que llevaban y traían equipajes y vi a uno de los changadores, un lacchino corpulento, descargar un garrotazo sobre las espaldas de la fuerza pública. Eran adhesiones del pueblo romano. Tan intrincada se puso la contienda que los policías me dijeron en un aparte:
—Hábleles a sus amigos. Dígales que se calmen...
La multitud gritaba:
—Neruda se queda en Roma! Neruda no se va de Italia! Que se quede el poeta! Que se quede el chileno! Que se vaya el austriaco!
(El "austriaco" era De Gasperi, primer ministro de Italia.) Al cabo de media hora de pugilato llegó una orden superior por medio de la cual se me concedía el permiso de permanecer en Italia. Mis amigos me abrazaron y me besaron y yo me alejé de aquella estación pisando con pena las flores desbaratadas por la batalla.
Amanecí al día siguiente en la casa de un senador, con fuero parlamentario, donde me había llevado el pintor Renato Guttuso, que todavía no se fiaba de la palabra gubernamental. Ahí me llegó un telegrama de la isla de Capri. Lo firmaba el ilustre historiador Erwin Cerio, a quien no conocía personalmente. Se manifestaba indignado ante lo que él consideraba un ultraje, un desacato a la tradición y a la cultura italianas. Concluía ofreciéndome una villa, en el propio Capri, para que yo la habitara.
Todo parecía un sueño. Y cuando llegué a Capri, en compañía de Matilde Urrutia, de Matilde, la sensación irreal de los sueños se hizo más grande.
Llegamos de noche y en invierno a la isla maravillosa. En la sombra se alzaba la costa, blanquecina y altísima, desconocida y callada. Qué pasaría? Qué nos pasaría? Un cochecito de caballos nos esperaba. Subió y subió el cochecito por las desiertas calles nocturnas. Por fin se detuvo. El cochero depositó nuestras valijas en aquella casa, también blanca y al parecer vacía.
Al entrar vimos arder el fuego de la gran chimenea. A la luz de los candelabros encendidos había un hombre alto, de pelo, barba y traje blancos. Era don Erwin Cerio, propietario de medio Capri, historiador y naturalista. En la penumbra se alzaba como la imagen del taita Dios de los cuentos infantiles.
Tenía casi noventa años y era el hombre más ilustre de la isla.
—Disponga usted de esta casa. Aquí estará tranquilo.
Y se fue por muchos días, durante los cuales, por delicadeza, no nos visitaba, sino que mandaba pequeños mensajes con noticias o consejos, exquisitamente caligrafiados y con alguna hoja o flor de su jardín. Erwin Cerio representó para nosotros el ancho, generoso y perfumado corazón de Italia.
Después conocí sus trabajos, sus libros más verdaderos que los de Axel Munthe, aunque no tan famosos. El noble viejo Cerio repetía con picaresco humor:
—La obra maestra de Dios es la plaza de Capri.
Matilde y yo nos recluíamos en nuestro amor. Hacíamos largas caminatas por Anacapri. La pequeña isla dividida en mil pequeños huertos tiene un esplendor natural demasiado comentado pero tiránicamente verídico. Entre las rocas, donde más azolan el sol y el viento, por la tierra seca, estallan plantas y flores diminutas, crecidas exactamente en una gran composición de jardinería. Este Capri recóndito, al que uno entra sólo después de largo peregrinaje y cuando ya la etiqueta de turista se le ha caído de la ropa, este Capri popular de rocas y minúsculas viñas, de gente modesta, trabajadora, esencial, tiene un encanto absorbente. Ya uno está consubstanciado con las cosas y la gente; ya a uno lo conocen los cocheros y las pescadoras; ya uno forma parte del Capri oculto y pobre; y uno sabe dónde está el buen vino barato y dónde comprar las aceitunas que comen los de Capri.
Posiblemente detrás de las grandes murallas palaciegas ocurran todas las novelescas perversidades que se leen en los libros. Pero yo participé de una vida feliz en plena soledad o entre la gente más sencilla del mundo. Tiempo inolvidable! Trabajaba toda la mañana y por la tarde Matilde dactilografiaba mis poemas. Por primera vez vivíamos juntos en una misma casa. En aquel sitio de embriagadora belleza nuestro amor se acrecentó. No pudimos ya nunca más separarnos.
Terminé allí de escribir un libro de amor, apasionado y doloroso, que se publicó luego en Nápoles en forma anónima: Los versos del capitán.
Y ahora voy a contarles la historia de ese libro, entre los míos uno de los más controvertidos. Fue por mucho tiempo un secreto, por mucho tiempo no llevó mi nombre en la tapa, como si yo renegara de él o el propio libro no supiera quién era su padre. Tal como hay hijos naturales, hijos del amor natural, Los versos del capitán eran así, un libro natural.
Los poemas que contiene fueron escritos aquí y allá, a lo largo de mi destierro en Europa. Se publicaron anónimamente en Nápoles, en 1952. El amor a Matilde, la nostalgia de Chile, las pasiones civiles llenan las páginas de este libro que se mantuvo sin el nombre de su autor durante muchas ediciones.
Para su impresión primera, el pintor Paolo Ricci consiguió un papel admirable, y antiguos tipos de imprenta bodonianos, y grabados tomados de los vasos de Pompeya. Con fraternal fervor Paolo elaboró también la lista de los suscriptores. Pronto apareció el bello volumen en no más de cincuenta ejemplares. Celebramos largamente el acontecimiento, con mesa florida, frutio di mare, vino transparente como el agua, hijo único de las viñas de Capri. Y con la alegría de los amigos que amaron nuestro amor.
Algunos críticos suspicaces atribuyeron motivos políticos a la aparición de este libro sin firma. "El partido se ha opuesto, el partido no lo aprueba", dijeron. Pero no era verdad. Por suerte, mi partido no se opone a ninguna expresión de la belleza.
La única verdad es que no quise, durante mucho tiempo, que esos poemas hirieran a Delia, de quien me separaba. Delia del Carril, pasajera suavísima, hilo de acero y miel que ató mis manos en los años sonoros, fue para mí durante dieciocho años una ejemplar compañera. Este libro, de pasión brusca y ardiente, iba a llegar como una piedra lanzada sobre su tierna estructura. Fueron esas y no otras las razones profundas, personales, respetables, de mi anonimato.
Después el libro, aún sin nombre y apellido, se hizo hombre, hombre natural y valeroso. Se abrió paso en la vida y yo debí, por fin, reconocerlo. Ahora andan por los caminos, es decir, por librerías y bibliotecas, los "versos del capitán" firmados por el genuino capitán.
FIN DEL DESTIERRO
Mi destierro tocaba a su fin. Era el año de 1952. A través de Suiza llegamos a Cannes para tomar un barco italiano que nos llevaría a Montevideo. Esta vez no queríamos ver a nadie en Francia. Solamente le avisé nuestro paso a Alice Gascar, mi fidelísima traductora y amiga de mucho tiempo. En Cannes, sin embargo, nos esperaban imprevistos sucesos.
Encontré en la calle, cerca de la compañía de navegación, a Paul Eluard y a Dominique, su mujer. Habían sabido mi llegada y me esperaron para invitarme a almorzar. Estaría también Picasso. Luego nos topamos con el pintor chileno Nemesio Antúnez e Inés Figueroa, su mujer, quienes también asistirían al almuerzo.
Aquella sería la última vez que yo viera a—Paul Eluard. Lo recuerdo bajo el sol de Cannes, con su traje azul que parecía un pijama. No olvidaré nunca su rostro tostado y sonrosado, sus ojos azulísimos, su sonrisa infinitamente juvenil, bajo la luz africana de las calles centelleantes de Cannes. Eluard había venido de Saint—Tropez para despedirme, se trajo a Picasso y arregló el almuerzo. La fiesta estaba armada.
Un estúpido incidente imprevisto me arruinó el día. Matilde no tenía visa uruguaya. Había que concurrir sin demora al consulado de ese país. La acompañé en un taxi y esperé en la puerta. Matilde sonrió optimista cuando el cónsul salió a recibirla. Parecía un buen muchacho. Tarareaba aires de Madame Butterfly. Vestía de manera muy poco consular: una camiseta y un short. Ella nunca pudo imaginarse que, en el curso de la conversación, el tipo se convertiría en un vulgar extorsionador. Con su aspecto de Pinkerton quiso cobrar horas extraordinarias y puso toda clase de obstáculos. Nos mantuvo de carreras toda la mañana. La bouillabaise del almuerzo me supo a hiel, Varias horas le costó a Matilde lograr su visa. Pinkerton le imponía más trámites a cada instante: que se fotografiara, que cambiara los dólares en francos, que pagara una comunicación telefónica con Burdeos. La tarifa aumentó hasta más de ciento veinte dólares por una visa de tránsito que debió ser gratuita. Llegué a pensar que Matilde perdería el barco, que yo tampoco me embarcaría. Por mucho tiempo consideré que aquel día había sido el más amargo de mi vida.
OCEANOGRAFÍA DISPERSA
Yo soy un amateur del mar. Desde hace años colecciono conocimientos que no me sirven de mucho porque navego sobre la tierra.
Ahora regreso a Chile, a mi país oceánico, y mi barco se acerca a las costas de Africa. Ya pasó las antiguas columnas de Hércules, hoy acorazadas, servidoras del penúltimo imperialismo.
Miro el mar con el mayor desinterés; el del oceanógrafo puro, que conoce la superficie y la profundidad; sin placer literario, sino con un saboreo conocedor, de paladar cetáceo.
A mí siempre me gustaron los relatos marinos y tengo una red en mi estantería. El libro que más consulto es alguno de William Beebe o una buena' monografía descriptiva de las volutas marinas del mar antártico.
Es el plancton el que me interesa; esa agua nutricia, molecular y electrizada que tiñe los mares de un color de relámpago violeta. Así he llegado a saber que las ballenas se nutren casi exclusivamente de este innumerable crecimiento marino. Pequeñísimas plantas e infusorios irreales pueblan nuestro tembloroso continente. Las ballenas abren sus inmensas bocas mientras se desplazan, levantando la lengua hasta el paladar, de modo que estas aguas vivas y viscerales las van llenando y nutriendo. Así se alimenta la ballena glauca (Bacbianetas Glaucas) que pasa, rumbo al sur del Pacífico y hacia las islas calurosas, por frente a las ventanas de mi Isla Negra.
Por allí también transcurre la ruta migratoria del cachalote, o ballena dentada, la más chilena de las perseguidas. Los marineros chilenos ilustraron con ellas el mundo folklórico del mar. En sus dientes grabaron a cuchillo corazones y flechas, pequeños monumentos de amor, retratos infantiles de sus veleros o de sus novias. Pero nuestros balleneros, los más audaces del hemisferio marino, no cruzaron el estrecho y el Cabo de Hornos, el Antártico y sus cóleras, simplemente para desgranar la dentadura del amenazador cachalote, sino para arrebatarle su tesoro de grasa y lo que es más aún, la bolsita de ámbar gris que sólo este monstruo esconde en su montaña abdominal.
Ahora vengo de otra parte. He dejado atrás el último santuario azul del Mediterráneo, las grutas y los contornos marinos y submarinos de la isla de Capri, donde las sirenas salían a peinarse sobre las peñas sus cabellos azules, porque el movimiento del mar había teñido y empapado sus locas cabelleras.
En el acuario de Nápoles pude ver las moléculas eléctricas de los organismos primaverales y subir y bajar la medusa, hecha de vapor y plata, agitándose en su danza dulce y solemne, circundada por dentro por el único cinturón eléctrico llevado hasta ahora por ninguna otra dama de las profundidades submarinas.
Hace muchos años en Madrás, en la sombría India de mi juventud, visité un acuario maravilloso. Hasta ahora recuerdo los peces bruñidos, las murenas venenosas, los cardúmenes vestidos de incendio y arcoiris, y más aún, los pulpos extraordinariamente serios y medidos, metálicos como máquinas registradoras, con innumerables ojos, piernas, ventosas y conocimientos.
De aquel gran pulpo que conocimos todos por primera vez en Los trabajadores del mar de Victor Hugo (también Victor Hugo es un pulpo tentacular y poliformo de la poesía), de esa especie sólo llegué a ver un fragmento de brazo en el Museo de Historia Natural de Copenhague. Este sí era el antiguo kraken, terror de los mares antiguos, que agarraba a un velero y lo arrollaba cubriéndolo y enredándolo. El fragmento que yo vi conservado en alcohol indicaba que su longitud pasaba de treinta metros.
Pero lo que yo perseguí con mayor constancia fue la huella, o más bien el cuerpo del narval. Por ser tan desconocido para mis amigos el gigantesco unicornio marino de los mares del Norte, llegué a sentirme exclusivo correo de los narvales, y a creerme narval yo mismo.
Existe el narval?
Es posible que un animal del mar extraordinariamente pacífico que lleva en la frente una lanza de marfil de cuatro o cinco metros, estriada en toda su longitud al estilo salomónico, terminada en aguja, pueda pasar inadvertido para millones de seres, incluso en su leyenda, incluso en su maravilloso nombre?
De su nombre puedo decir —narwhal o narval—que es el más hermoso de los nombres submarinos, nombre de copa marina que canta, nombre de espolón de cristal.
Y por qué entonces nadie sabe su nombre?
Por qué no existen los Narval, la bella casa Narval, y aún Narval Ramírez o Narvala Carvajal?
No existen. El unicornio marino continúa en su misterio, en sus corrientes de sombra transmarina, con su larga espada de marfil sumergida en el océano ignoto.
En la Edad Media la cacería de todos los unicornios fue un deporte místico y estético. El unicornio terrestre quedó para siempre, deslumbrante, en las tapicerías, rodeado de damas alabastrinas Y copetonas, aureolado en su majestad por todas las aves que trinan o fulguran.
En cuanto al narval, los monarcas medioevales se enviaban como regalo magnífico algún fragmento de su cuerpo fabuloso, y de éste raspaban polvo que, diluido en licores, daba, oh eterno sueño del hombre!, salud, juventud y potencia.
Vagando una vez en Dinamarca, entré en una antigua tienda de historia natural, esos negocios desconocidos en nuestra América que para mí tienen toda la fascinación de la tierra. Allí, arrinconados, descubrí tres o cuatro cuernos de narval. Los más grandes medían casi cinco metros. Por largo rato los blandí y acaricié.
El viejo propietario de la tienda me veía hacer lances ilusorios, con la lanza de marfil en mis manos, contra los invisibles molinos del mar. Después los dejé cada uno en su rincón. Sólo pude comprarme uno pequeño, de narval recién nacido, de los que salen a explorar con su espolón inocente las frías aguas árticas.
Lo guardé en mi maleta, pero en mi pequeña pensión de Suiza, frente al lago Leman, necesité ver y tocar el mágico tesoro del unicornio marino que me pertenecía. Y lo saqué de mi maleta.
Ahora no lo encuentro.
Lo habré dejado olvidado en la pensión de Vésenaz, o habrá rodado a última hora bajo la cama? o verdaderamente habrá regresado en forma misteriosa y nocturna al círculo polar?
Miro las pequeñas olas de un nuevo día en el Atlántico.
El barco deja a cada costado de su proa una desgarradura blanca, azul y sulfúrica de aguas, espumas y abismos agitados.
Son las puertas del océano que tiemblan.
Por sobre ella vuelan los diminutos peces voladores, de plata y transparencia.
Regreso del destierro.
Miro largamente las aguas. Sobre ellas navego hacia otras aguas: las olas atormentadas de mi patria.
El cielo de un largo día cubre todo el océano.
La noche llegará y con su sombra esconderá una vez más el gran palacio verde del misterio.